Cuando el primer rayo de sol cayó sobre la ermita
del Álamo eran las seis y cinco de la mañana de un día jueves de mil
novecientos noventa. Todo parecía quieto, y en efecto lo estaba. El color de
las paredes de las casas, que, en un tiempo, debieron ser blancas lucían
marrones, y las puertas de madera podrida parecían caerse sobre sus bisagras.
En el interior, personas sin sentido de la realidad se levantaban y volvían a
sus tareas cotidianas. Inconscientes la mayoría del tiempo no sentía el paso
del tiempo y apenas se comunicaban entre sí. Un hombre y su hijo de diez años
salieron a esa hora de la mañana con rumbo desconocido y pasaron frente a la
ermita y cuando iba por un costado vieron abrirse la puerta de la sacristía.
Apenas le tomaron importancia. Siguieron su camino cualquiera que fuese este.
La puerta se abrió despacio, una mujer de pelo
rubio y manchada de sangre desde el pecho a la cintura surgió. Traía los ojos
rojos de llorar y las manos crispadas cubiertas del mismo líquido rojo. No
decía nada y parecía estar en shock. Comenzó a avanzar con sus pies descalzos,
también ensangrentados, hacia la calle principal.
No lloraba con gemidos, pero llevaba el alma
destrozada. Lo que acababa de presenciar en el fondo de aquel edificio le
acompañaría para toda la vida, si es que lograba sobrevivir.
La mujer murmuraba una letanía suave que de vez en
cuando dejaba entrever un que estás en
los cielos.
A pesar de las heridas en los pies, pues además de
su corazón, eso era lo único físico que sangraba, se desplazaba a paso normal
sin renquear ni trastabillar. Llegó hasta el cerco de piedra por donde minutos
antes había pasado sin darse cuenta y con mucha dificultad logró subir hasta su
parte más alta y saltar hasta el otro lado. Esperó un segundo como para tomar
aliento y volvió a emprender el camino. Se internó bajo los altos álamos y
emprendió el ascenso.
“Tienes que salir de aquí –le había dicho él—,
volveremos a encontrarnos como lo hemos hecho ahora y será para no separarnos
nunca” Luego… luego…
***
Anamaría abrió los ojos y de inmediato volvió a
cerrarlos por el ardor que sintió en ellos. Para ella el tiempo transcurrido
desde las tres y cuarenta de la madrugada cuando cerrara los ojos antes aquella
horrible visión, y el de ahora, no existía. Todo había sido un simple parpadeo.
Pero un parpadeo que la había traído hacia un lugar apestoso, oscuro y
desconocido.
Abrió los ojos, como si sólo hubiera sido un
segundo, y los cerró de inmediato. Hasta sus pulmones llegó el apestoso y
asfixiante olor a ropa podrida. Tosió y se llevó ambas manos a la garganta.
Aquello ardía una barbaridad. Más adelante, cuando recordara aquello, se decía
que si hubiera sabido lo que estaba sucediendo hubiera actuado a tiempo. Pero
siempre es demasiado tarde para las cosas. Eso, a través de la vida, se
aprende.
Mientras trataba de asimilar el aire en sus
pulmones y tosía con arcadas que parecían a punto de regresarle un par de
malvaviscos ingeridos hacía tanto tiempo. Se dobló sobre las rodillas y cayó
sobre un suelo húmedo y de tierra suelta. Palpó el suelo con las palmas
abiertas, luego escuchó su nombre en la lejanía:
—¡Ana!
El eco rebotando por las paredes se repitió
indefinidamente haciéndole abrir los ojos al reconocer la voz.
—¡José! –dijo aún a través del asco que le daba
aquella atmósfera. Su voz le sonó lejana y suave.
Un rugido horrible venía desde algún lugar.
Abrió los ojos y vio un destello de luz y de
inmediato se giró hacia él. Algo se movía hacia allá, entre ese breve rayo de
luz. Algo blanco y peludo. La memoria le mandó la respuesta: el ser aquel en
forma de serpiente y cara de gente.
No sintió calambres ni estremecimientos como los de
la madrugada del día anterior. Sólo ganas de correr, alejarse de allí. ¿Pero
hacia dónde? ¿Dónde estaba? ¿Qué tenía que hacer?
—¡Ana! –de nuevo la voz de José Juan.
—¡José! –Logró articular un poco más fuerte —¡José!
–Más fuerte —¡José! –Hasta que salió un grito —¡José!
—¡Ana! ¡Aquí! ¡Aquí! –la voz con sus ecos mil llegó
con mucha claridad hasta ella y se puso en pie y comenzó a avanzar como una
ciega siguiendo el parpadeo de la luz y el eco de la voz.
Él estaba allá, en la luz. Y hacia allá iba ella.
—¡José! –Decía a cada paso dado—¡José!
Y el repetía su nombre una y otra vez mientras
parecía acercarse. Pero también estaba aquel gruñido que parecía alejarse entre
el punto de luz.
Nunca podría decir cuánto tiempo estuvo corriendo
hacia el punto de luz, pero sí que la luz, a medida que corría, se iba
acercando, pero también el movimiento de aquella cosa peluda que parecía
avanzar hacia José Juan. Y lo comprendió: el ser aquel iba a lanzarse contra
José Juan y ella iba corriendo tras eso.
—¡Corre José! ¡Corre! –logró gritar con
desesperación.
Y justo en ese momento la luz osciló hacia arriba y
un rugido más grande vibró por las paredes húmedas y apestosas de la cueva.
Quiso, sintió una urgente necesidad de detenerse y alejarse en sentido
contrario, pero no lo hizo.
Hasta sus oídos, llegó con claridad el ruido seco
de unos huesos al ser quebrados y luego el desgarrón de tela y carne. Un sonido
que también escucharía en sus pesadillas más angustiantes durante el resto de su
vida.
—¡Nooooooooo! –gritó con todas sus fuerzas y al
hacerlo una enorme bocanada de aquel oxígeno infesto se metió con fuerza en sus
pulmones. Pero no importaba. Siguió corriendo.
Y entonces lo recordó con toda claridad:
“Si se sienten en peligro en esa casa, oren un
padre nuestro con mucha fe y todo pasará.”
La voz ronca y vieja de doña Petrona Maradiaga sonó
en su cabeza. Con Alzheimer y todo eso, pero con una claridad muy fuerte
penetró en su cabeza este consejo. Y lo puso en práctica de inmediato tal como
lo había hecho la noche pasada.
—Padre nuestro que estás en los cielos— comenzó
como un murmullo— santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase
tu voluntad en la tierra como en el cielo— y fue aumentando en volumen a pesar
de que por la carrera se escuchaba entrecortado y sin compás—. Danos hoy
nuestro pan de cada día…
Anamaría Landa había estado toda su vida
estudiantil de la niñez y la adolescencia en un colegio católico de señoritas y
las monjas siempre las obligaban, porque así lo sentía ella, a asistir a misa,
a rezar el rosario, a hacer oraciones diarias en el patio del colegio, a todo
eso que le había resultado tan aburrido. Pero ahora, deseó con todas sus
fuerzas que la oración surtiera efecto.
“Oren un padre nuestro con mucha fe y todo pasará”
La fe es la que hace los milagros, pero sin obras
no hay milagros.
Un Padre Nuestro. Dos Padres Nuestros. Tres Padres
Nuestros.
“La fe –un recuerdo de la clase de filosofía— es la
certeza de lo que no se ve, pero sin embargo existe decían los cristianos,
pero…”
La duda.
El pero
de la duda.
“La fe mueve montañas y si tuvieras fe, una fe tan
pequeña como un grano de mostaza ¿Qué moverías?”
—Perdona nuestras deudas, así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores.
Su vos se fue haciendo muy fuerte y trataba de
ignorar los ruidos terribles que le llegaban desde adelante. Comenzaban a
zumbarle los oídos por los ruidos infernales que venían también de allá.
—No nos dejes caer en la tentación y líbranos del
mal.
La cosa que estaba a pocos metros de ella ya,
quizás a unos quince, se detuvo y pareció mirar hacia atrás, dejando de hacer
lo que estuviera haciendo en aquel momento. Así que sólo su voz, a pesar de los
ecos, se dejó oír.
—Amén.
Un rugido capaz de reventarle los oídos al más
fanático de los roqueros surgió de aquella cosa y vibró interminablemente por
las oquedades de la cueva. Se movió hacia adelante y como si estuviera
persiguiendo algo se alejó en un trote asustado.
¡Había funcionado!
—Padre nuestro que está en los cielos –volvió a comenzar.
La luz de la linterna yacía ya a pocos metros y
parecía mirara hacia el cielo de la caverna que no mediría no más de un par de
metros de altura. A lo lejos se escuchaba el eco de unos pasos alejándose y el
gruñido ofendido de su poseedor.
Anamaría llegó hasta donde estaba el cuerpo
ensangrentado y destripado de José Juan y no pudo evitar gritar con
desesperación. El grito se esparció por todas las oquedades y retumbó aún más
que los gruñidos de la criatura aquella.
—¡Noooooo! ¡Dios mío, nooooooo!
Allí, en medio de un charco de sangre yacía Juan
José con las piernas dobladas de una manera tan extraña que seguramente debajo
de la tela desgarrada sólo había huesos rotos. Sobre el pecho una mancha que ya
parecía un pequeño lago púrpura. Estaba inmóvil y su rostro, también bañado en
sangre, le pareció a Anamaría la viva imagen de la desesperación. Tenía los
ojos abiertos y como dos canicas a punto de saltársele de las cuencas.
—Aaannaa –dijo con voz entrecortada y dolorida.
Tenía las manos y los brazos machacados,
convertidos en una simple masa de carne sostenida solo por la piel tensa.
—¡José! ¡José! –dijo ella tirándose de inmediato
sobre sus rodillas y cayendo muy cerca de él, pero sin tocarle. No por asco
sino por miedo a causarle más dolor. Aunque qué más dolor se le puede causar a
un cuerpo dolorido hasta sus límites—. ¡Amor! ¡Amor!
Y al acercarse un poco, con la intención de ver si
aún respiraba o si podía hacer algo, él había pronunciado con mucha claridad
aquellas palabras, sin mover la cabeza, tenía roto el cuello también:
—Tienes que salir de aquí. Volveremos a
encontrarnos como lo hemos hecho ahora y será para no separarnos nunca.
Y lo demás, silencio.
Siempre, en las películas, se había reído cuando la
protagonista o el protagonista gritaban aquella palabra en una escena
particularmente dolorosa:
—¡Nooooooo! –gritó con todas sus fuerzas.
Estuvo llorando, doblada sobre su propio cuerpo,
durante más de diez minutos. Sentía que el dolor la iba a consumir por completo
y que ella misma caería sin vida allí. Pero no sucedió así. A las lágrimas le
vino el recuerdo del lugar donde estaba, el olor podrido y las últimas palabras
de José Juan:
“Tienes que salir de aquí”
Poco a poco el llanto fue remitiendo, mas no el
dolor. Este parecía latir con su propio corazón.
Al fin, tomó la linterna que aun lanzaba su haz de
luz hacia el techo y sin mirar de nuevo aquel cuerpo donde había residido el
alma de su amor, los saltó sin temor. Se paró sobre la sangre lisa y viscosa e
iluminándose buscó la salida. Cayó sobre la sangre, se machó el pecho y las
manos, pero se puso en pie de inmediato.
Caminó durante unos cinco minutos antes de
encontrar el boquete de la cueva, pero antes de verlo vio otro túnel que se
abría hacia la derecha. Por allí, seguramente, había huido aquella cosa
espantosa.
Casi de manera maquinal comenzó a recitar de nuevo
el padre nuestro.
Subió por la especie de rampa que formaba el
declive y llegó hasta la boca del túnel. Salió y se detuvo a mirar, ahora con
la luz gris que se filtraba por los ventanales altos y sucios de las paredes
largas del templo, hacia el altar. Era una piedra rojiza, grande y alta donde,
quizás, en algún tiempo se celebraba la eucaristía como Dios manda, pero que en
algún momento dichos ritos se torcieron.
Sólo fue un breve instante el que se tomó para
pensar en eso. El dolor del pecho y las palabras del José Juan latían casi al
mismo ritmo en toda su estructura. En algún momento, no lo recordaba, se había
resbalado y llevaba la camisa manchada de sangre. Sangre que ya se había
empezado a secar. El olor a podrido iba diluyéndose poco a poco.
Echó a andar de nuevo hacia la puerta que conducía
a la sacristía y estaba justo detrás del panel del altar. Pasó junto a una
puerta desgarrada y luego atravesó el marco donde iba dicha puerta.
La luz del día estaba apoderándose de todo ya y ni
siquiera ese oscuro lugar se salvaba de ella. Por entre las ventanas altas ya
se filtraban algunos rayos. Ella no se detuvo a observar estas sutilezas,
siguió avanzando. Alejándose como él le había dicho.
Salió al exterior y casi vuelve a pisar el mismo
vidrio verde que estaba al cruzar la puerta de entrada a la sacristía. No lo
hizo.
***
A las nueve de la mañana, cuando vieron que José
Juan y Anamaría no regresaban de dónde fuera que se habían ido, las tres amigas
comenzaron a doblar las tiendas y con mucha dificultad cargaron con todo y
regresaron a La Casona. Esperaban que allí estuvieran ambos o por lo menos
encontrar algún indicio de su presencia.
Nada.
Colocaron las tiendas en el patio delantero, frente
a los dos autos, la Chevrolet del padre de Anamaría y el Pick up de José Juan.
Los dos vehículos estaban aparcados el uno junto al otro como si fueran dos
animales de distinto sexo y se estuvieran cortejando.
—Tenemos que salir a buscarlos –dijo Carla mirando
a sus dos amigas.
—Pero… nosotras no somos expertas en búsqueda.
—Hagamos algo –propuso Katherine que era la mayor
del grupo—. Yo voy a ir a casa de los padres de José Juan. Quizás estén allí… y
si no es así, alguien de allí podría ayudarnos a buscarlos.
—Me parece bien –dijo Mercedes tratando de que su
voz no se notara muy nerviosa—. Nosotras iremos por el camino que va hacia El
Álamo y buscaremos hasta donde podamos. Después nos pueden seguir.
—¡Vamos! –dijo Carla halando a Mercedes hacia la parte
trasera de la casa.
—Cuídense y no desesperen. Van a aparecer –dijo
Katherine entrando a la casa por las llaves del Chevrolet.
Cuando Carla y Mercedes desaparecían por debajo de
los altos pinos y los gruesos robles escucharon el motor de la camioneta ponerse
en marcha.
Algo es algo, pensó, Carla. Quizás debían de
haberse movido más rápido. Quizás antes era mejor que ahora, pero nunca era
peor.
Mercedes, quien iba adelante, trataba de mantener
la calma, pero algunas lágrimas ya estaban asomando por sus ojos y no las podía
contener. Si Carla que iba a tres pasos detrás de ella le preguntaba algo se
iba a echar a llorar, sin duda.
Pero Carla no le hizo ninguna pregunta. Caminaba
con la cabeza baja detrás de ella y estaba metida en sus propias cavilaciones
al respecto, pero sobretodo, cómo había sucedido aquello y por qué.
Cuando pasaron por el mismo lugar en el cual habían
visto un pequeño venado, Mercedes no pudo contener el llanto, se detuvo, se
acurrucó y llevándose una mano a la boca comenzó a llorar. Carla acudió de
inmediato y la tranquilizó con algunas palabras:
—Tranquila, amiga. La vamos a encontrar como dijo
Kat. La vamos a encontrar.
Ante esta esperanza, la muchacha, se puso en pie y
limpiándose el rostro con el dorso de la mano, siguió caminando.
Después de veinte minutos de mirar aquí y allá en
el bosque, y casi al borde de las diez de la mañana llegaron al lugar donde el
suelo se volvía rojo y los árboles, drásticamente, se convertían en altos y
blancos álamos.
—¡Mira! –le gritó Mercedes a Carla con la emoción
oculta en la palabra.
Carla miró y al mismo tiempo echaron a correr hacia
el lugar.
Justo
donde las líneas de tierra, rojas y grises se encontraban, estaba tirada
Anamaría, boca abajo. Desvanecida.