miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 12





Cuando el primer rayo de sol cayó sobre la ermita del Álamo eran las seis y cinco de la mañana de un día jueves de mil novecientos noventa. Todo parecía quieto, y en efecto lo estaba. El color de las paredes de las casas, que, en un tiempo, debieron ser blancas lucían marrones, y las puertas de madera podrida parecían caerse sobre sus bisagras. En el interior, personas sin sentido de la realidad se levantaban y volvían a sus tareas cotidianas. Inconscientes la mayoría del tiempo no sentía el paso del tiempo y apenas se comunicaban entre sí. Un hombre y su hijo de diez años salieron a esa hora de la mañana con rumbo desconocido y pasaron frente a la ermita y cuando iba por un costado vieron abrirse la puerta de la sacristía. Apenas le tomaron importancia. Siguieron su camino cualquiera que fuese este.
La puerta se abrió despacio, una mujer de pelo rubio y manchada de sangre desde el pecho a la cintura surgió. Traía los ojos rojos de llorar y las manos crispadas cubiertas del mismo líquido rojo. No decía nada y parecía estar en shock. Comenzó a avanzar con sus pies descalzos, también ensangrentados, hacia la calle principal.
No lloraba con gemidos, pero llevaba el alma destrozada. Lo que acababa de presenciar en el fondo de aquel edificio le acompañaría para toda la vida, si es que lograba sobrevivir.
La mujer murmuraba una letanía suave que de vez en cuando dejaba entrever un que estás en los cielos.
A pesar de las heridas en los pies, pues además de su corazón, eso era lo único físico que sangraba, se desplazaba a paso normal sin renquear ni trastabillar. Llegó hasta el cerco de piedra por donde minutos antes había pasado sin darse cuenta y con mucha dificultad logró subir hasta su parte más alta y saltar hasta el otro lado. Esperó un segundo como para tomar aliento y volvió a emprender el camino. Se internó bajo los altos álamos y emprendió el ascenso.
“Tienes que salir de aquí –le había dicho él—, volveremos a encontrarnos como lo hemos hecho ahora y será para no separarnos nunca” Luego… luego…

***

Anamaría abrió los ojos y de inmediato volvió a cerrarlos por el ardor que sintió en ellos. Para ella el tiempo transcurrido desde las tres y cuarenta de la madrugada cuando cerrara los ojos antes aquella horrible visión, y el de ahora, no existía. Todo había sido un simple parpadeo. Pero un parpadeo que la había traído hacia un lugar apestoso, oscuro y desconocido.
Abrió los ojos, como si sólo hubiera sido un segundo, y los cerró de inmediato. Hasta sus pulmones llegó el apestoso y asfixiante olor a ropa podrida. Tosió y se llevó ambas manos a la garganta. Aquello ardía una barbaridad. Más adelante, cuando recordara aquello, se decía que si hubiera sabido lo que estaba sucediendo hubiera actuado a tiempo. Pero siempre es demasiado tarde para las cosas. Eso, a través de la vida, se aprende.
Mientras trataba de asimilar el aire en sus pulmones y tosía con arcadas que parecían a punto de regresarle un par de malvaviscos ingeridos hacía tanto tiempo. Se dobló sobre las rodillas y cayó sobre un suelo húmedo y de tierra suelta. Palpó el suelo con las palmas abiertas, luego escuchó su nombre en la lejanía:
—¡Ana!
El eco rebotando por las paredes se repitió indefinidamente haciéndole abrir los ojos al reconocer la voz.
—¡José! –dijo aún a través del asco que le daba aquella atmósfera. Su voz le sonó lejana y suave.
Un rugido horrible venía desde algún lugar.
Abrió los ojos y vio un destello de luz y de inmediato se giró hacia él. Algo se movía hacia allá, entre ese breve rayo de luz. Algo blanco y peludo. La memoria le mandó la respuesta: el ser aquel en forma de serpiente y cara de gente.
No sintió calambres ni estremecimientos como los de la madrugada del día anterior. Sólo ganas de correr, alejarse de allí. ¿Pero hacia dónde? ¿Dónde estaba? ¿Qué tenía que hacer?
—¡Ana! –de nuevo la voz de José Juan.
—¡José! –Logró articular un poco más fuerte —¡José! –Más fuerte —¡José! –Hasta que salió un grito —¡José!
—¡Ana! ¡Aquí! ¡Aquí! –la voz con sus ecos mil llegó con mucha claridad hasta ella y se puso en pie y comenzó a avanzar como una ciega siguiendo el parpadeo de la luz y el eco de la voz.
Él estaba allá, en la luz. Y hacia allá iba ella.
—¡José! –Decía a cada paso dado—¡José!
Y el repetía su nombre una y otra vez mientras parecía acercarse. Pero también estaba aquel gruñido que parecía alejarse entre el punto de luz.
Nunca podría decir cuánto tiempo estuvo corriendo hacia el punto de luz, pero sí que la luz, a medida que corría, se iba acercando, pero también el movimiento de aquella cosa peluda que parecía avanzar hacia José Juan. Y lo comprendió: el ser aquel iba a lanzarse contra José Juan y ella iba corriendo tras eso.
—¡Corre José! ¡Corre! –logró gritar con desesperación.
Y justo en ese momento la luz osciló hacia arriba y un rugido más grande vibró por las paredes húmedas y apestosas de la cueva. Quiso, sintió una urgente necesidad de detenerse y alejarse en sentido contrario, pero no lo hizo.
Hasta sus oídos, llegó con claridad el ruido seco de unos huesos al ser quebrados y luego el desgarrón de tela y carne. Un sonido que también escucharía en sus pesadillas más angustiantes durante el resto de su vida.
—¡Nooooooooo! –gritó con todas sus fuerzas y al hacerlo una enorme bocanada de aquel oxígeno infesto se metió con fuerza en sus pulmones. Pero no importaba. Siguió corriendo.
Y entonces lo recordó con toda claridad:
“Si se sienten en peligro en esa casa, oren un padre nuestro con mucha fe y todo pasará.”
La voz ronca y vieja de doña Petrona Maradiaga sonó en su cabeza. Con Alzheimer y todo eso, pero con una claridad muy fuerte penetró en su cabeza este consejo. Y lo puso en práctica de inmediato tal como lo había hecho la noche pasada.
—Padre nuestro que estás en los cielos— comenzó como un murmullo— santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo— y fue aumentando en volumen a pesar de que por la carrera se escuchaba entrecortado y sin compás—. Danos hoy nuestro pan de cada día…
Anamaría Landa había estado toda su vida estudiantil de la niñez y la adolescencia en un colegio católico de señoritas y las monjas siempre las obligaban, porque así lo sentía ella, a asistir a misa, a rezar el rosario, a hacer oraciones diarias en el patio del colegio, a todo eso que le había resultado tan aburrido. Pero ahora, deseó con todas sus fuerzas que la oración surtiera efecto.
“Oren un padre nuestro con mucha fe y todo pasará”
La fe es la que hace los milagros, pero sin obras no hay milagros.
Un Padre Nuestro. Dos Padres Nuestros. Tres Padres Nuestros.
“La fe –un recuerdo de la clase de filosofía— es la certeza de lo que no se ve, pero sin embargo existe decían los cristianos, pero…”
La duda.
El pero de la duda.
“La fe mueve montañas y si tuvieras fe, una fe tan pequeña como un grano de mostaza ¿Qué moverías?”
—Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
Su vos se fue haciendo muy fuerte y trataba de ignorar los ruidos terribles que le llegaban desde adelante. Comenzaban a zumbarle los oídos por los ruidos infernales que venían también de allá.
—No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.
La cosa que estaba a pocos metros de ella ya, quizás a unos quince, se detuvo y pareció mirar hacia atrás, dejando de hacer lo que estuviera haciendo en aquel momento. Así que sólo su voz, a pesar de los ecos, se dejó oír.
—Amén.
Un rugido capaz de reventarle los oídos al más fanático de los roqueros surgió de aquella cosa y vibró interminablemente por las oquedades de la cueva. Se movió hacia adelante y como si estuviera persiguiendo algo se alejó en un trote asustado.
¡Había funcionado!
—Padre nuestro que está en los cielos –volvió a comenzar.
La luz de la linterna yacía ya a pocos metros y parecía mirara hacia el cielo de la caverna que no mediría no más de un par de metros de altura. A lo lejos se escuchaba el eco de unos pasos alejándose y el gruñido ofendido de su poseedor.
Anamaría llegó hasta donde estaba el cuerpo ensangrentado y destripado de José Juan y no pudo evitar gritar con desesperación. El grito se esparció por todas las oquedades y retumbó aún más que los gruñidos de la criatura aquella.
—¡Noooooo! ¡Dios mío, nooooooo!
Allí, en medio de un charco de sangre yacía Juan José con las piernas dobladas de una manera tan extraña que seguramente debajo de la tela desgarrada sólo había huesos rotos. Sobre el pecho una mancha que ya parecía un pequeño lago púrpura. Estaba inmóvil y su rostro, también bañado en sangre, le pareció a Anamaría la viva imagen de la desesperación. Tenía los ojos abiertos y como dos canicas a punto de saltársele de las cuencas.
—Aaannaa –dijo con voz entrecortada y dolorida.
Tenía las manos y los brazos machacados, convertidos en una simple masa de carne sostenida solo por la piel tensa.
—¡José! ¡José! –dijo ella tirándose de inmediato sobre sus rodillas y cayendo muy cerca de él, pero sin tocarle. No por asco sino por miedo a causarle más dolor. Aunque qué más dolor se le puede causar a un cuerpo dolorido hasta sus límites—. ¡Amor! ¡Amor!
Y al acercarse un poco, con la intención de ver si aún respiraba o si podía hacer algo, él había pronunciado con mucha claridad aquellas palabras, sin mover la cabeza, tenía roto el cuello también:
—Tienes que salir de aquí. Volveremos a encontrarnos como lo hemos hecho ahora y será para no separarnos nunca.
Y lo demás, silencio.
Siempre, en las películas, se había reído cuando la protagonista o el protagonista gritaban aquella palabra en una escena particularmente dolorosa:
—¡Nooooooo! –gritó con todas sus fuerzas.
Estuvo llorando, doblada sobre su propio cuerpo, durante más de diez minutos. Sentía que el dolor la iba a consumir por completo y que ella misma caería sin vida allí. Pero no sucedió así. A las lágrimas le vino el recuerdo del lugar donde estaba, el olor podrido y las últimas palabras de José Juan:
“Tienes que salir de aquí”
Poco a poco el llanto fue remitiendo, mas no el dolor. Este parecía latir con su propio corazón.
Al fin, tomó la linterna que aun lanzaba su haz de luz hacia el techo y sin mirar de nuevo aquel cuerpo donde había residido el alma de su amor, los saltó sin temor. Se paró sobre la sangre lisa y viscosa e iluminándose buscó la salida. Cayó sobre la sangre, se machó el pecho y las manos, pero se puso en pie de inmediato.
Caminó durante unos cinco minutos antes de encontrar el boquete de la cueva, pero antes de verlo vio otro túnel que se abría hacia la derecha. Por allí, seguramente, había huido aquella cosa espantosa.
Casi de manera maquinal comenzó a recitar de nuevo el padre nuestro.
Subió por la especie de rampa que formaba el declive y llegó hasta la boca del túnel. Salió y se detuvo a mirar, ahora con la luz gris que se filtraba por los ventanales altos y sucios de las paredes largas del templo, hacia el altar. Era una piedra rojiza, grande y alta donde, quizás, en algún tiempo se celebraba la eucaristía como Dios manda, pero que en algún momento dichos ritos se torcieron.
Sólo fue un breve instante el que se tomó para pensar en eso. El dolor del pecho y las palabras del José Juan latían casi al mismo ritmo en toda su estructura. En algún momento, no lo recordaba, se había resbalado y llevaba la camisa manchada de sangre. Sangre que ya se había empezado a secar. El olor a podrido iba diluyéndose poco a poco.
Echó a andar de nuevo hacia la puerta que conducía a la sacristía y estaba justo detrás del panel del altar. Pasó junto a una puerta desgarrada y luego atravesó el marco donde iba dicha puerta.
La luz del día estaba apoderándose de todo ya y ni siquiera ese oscuro lugar se salvaba de ella. Por entre las ventanas altas ya se filtraban algunos rayos. Ella no se detuvo a observar estas sutilezas, siguió avanzando. Alejándose como él le había dicho.
Salió al exterior y casi vuelve a pisar el mismo vidrio verde que estaba al cruzar la puerta de entrada a la sacristía. No lo hizo.

***

A las nueve de la mañana, cuando vieron que José Juan y Anamaría no regresaban de dónde fuera que se habían ido, las tres amigas comenzaron a doblar las tiendas y con mucha dificultad cargaron con todo y regresaron a La Casona. Esperaban que allí estuvieran ambos o por lo menos encontrar algún indicio de su presencia.
Nada.
Colocaron las tiendas en el patio delantero, frente a los dos autos, la Chevrolet del padre de Anamaría y el Pick up de José Juan. Los dos vehículos estaban aparcados el uno junto al otro como si fueran dos animales de distinto sexo y se estuvieran cortejando.
—Tenemos que salir a buscarlos –dijo Carla mirando a sus dos amigas.
—Pero… nosotras no somos expertas en búsqueda.
—Hagamos algo –propuso Katherine que era la mayor del grupo—. Yo voy a ir a casa de los padres de José Juan. Quizás estén allí… y si no es así, alguien de allí podría ayudarnos a buscarlos.
—Me parece bien –dijo Mercedes tratando de que su voz no se notara muy nerviosa—. Nosotras iremos por el camino que va hacia El Álamo y buscaremos hasta donde podamos. Después nos pueden seguir.
—¡Vamos! –dijo Carla halando a Mercedes hacia la parte trasera de la casa.
—Cuídense y no desesperen. Van a aparecer –dijo Katherine entrando a la casa por las llaves del Chevrolet.
Cuando Carla y Mercedes desaparecían por debajo de los altos pinos y los gruesos robles escucharon el motor de la camioneta ponerse en marcha.
Algo es algo, pensó, Carla. Quizás debían de haberse movido más rápido. Quizás antes era mejor que ahora, pero nunca era peor.
Mercedes, quien iba adelante, trataba de mantener la calma, pero algunas lágrimas ya estaban asomando por sus ojos y no las podía contener. Si Carla que iba a tres pasos detrás de ella le preguntaba algo se iba a echar a llorar, sin duda.
Pero Carla no le hizo ninguna pregunta. Caminaba con la cabeza baja detrás de ella y estaba metida en sus propias cavilaciones al respecto, pero sobretodo, cómo había sucedido aquello y por qué.
Cuando pasaron por el mismo lugar en el cual habían visto un pequeño venado, Mercedes no pudo contener el llanto, se detuvo, se acurrucó y llevándose una mano a la boca comenzó a llorar. Carla acudió de inmediato y la tranquilizó con algunas palabras:
—Tranquila, amiga. La vamos a encontrar como dijo Kat. La vamos a encontrar.
Ante esta esperanza, la muchacha, se puso en pie y limpiándose el rostro con el dorso de la mano, siguió caminando.
Después de veinte minutos de mirar aquí y allá en el bosque, y casi al borde de las diez de la mañana llegaron al lugar donde el suelo se volvía rojo y los árboles, drásticamente, se convertían en altos y blancos álamos.
—¡Mira! –le gritó Mercedes a Carla con la emoción oculta en la palabra.
Carla miró y al mismo tiempo echaron a correr hacia el lugar.
Justo donde las líneas de tierra, rojas y grises se encontraban, estaba tirada Anamaría, boca abajo. Desvanecida.

Capítulo 11





Juan José, a las cuatro de la mañana, de un jueves que parecía comenzar mal, había iniciado la persecución por entre los pinos, robles y encinos del cerro cercano a la Casona, guiado por el tufo a podrido, pero cuando el sol comenzaba a aparecer ya llevaba más de media hora de correr por entre los troncos de los álamos.
Se había detenido en varias ocasiones para mirar el suelo y comprobar en efecto que, por allí, y aun con el tufo aquel, había pasado Anamaría. Algo, desde muy hondo, le decía que su nueva novia estaba en peligro. En un peligro mortal.
“Cuando ese animal se lleva algo –decían en el pueblo—ya nunca más se le vuelve a ver”
Como el ganado perdido durante su niñez.
“Tengo que alcanzarla, tengo que alcanzarla” se decía a cada segundo y apretaba un poco más el paso.
En alguna de las paradas que hizo en medio de aquel tenebroso bosque le pareció ver rastro de sangre. Pero era imposible distinguirla del color de la tierra que tenía un tinte entre naranja y rojo a la luz de la lámpara. No se detuvo a pensar si lo era o no. Siguió corriendo como loco siguiendo el rastro dejado por los pies que de vez en cuando veía, pero sobre todo por el olor a podrido. Era un olor tan fuerte y tan desagradable que estuvo varias veces a punto de vomitar. Pero se contuvo. Una sola idea debía ocupar su mente: alcanzarlos.
¿Qué haría después?
No lo sabía, pero algo se le ocurriría. Lo importante ahora era verlos. Atraparlos de alguna manera.
“Nunca vuelve” esa era la frase lapidaria que rebotaban como una pelota loca en su cabeza. Y por eso corría como un poseso detrás de sus huellas. No, ahora que la había encontrado no podía dejarla ir. ¿Cuántas veces en sueños la había visto? ¿Cuántas veces la había presentido? ¿Cuántos vacíos sin ella?
A cada paso que daba sentía que ella más se alejaba. Pero ¿Hacia dónde iba? No había senderos por entre aquellos altos árboles de álamo. El sol comenzaba a aparecer y aún no veía nada de ella. Sólo huellas dispersas aquí y allá. ¿Para qué se las llevaba?
El corazón parecía querer reventársele en el pecho por la carrera y por la angustia.
Llegó el nuevo día y él seguía corriendo por aquel cerro sin ver nada más que álamos.
Llego a la cima de aquel cerro que miraran la noche anterior y luego comenzó a bajar a toda prisa sin dejar de oler ni ver hacia la tierra roja. Llevaba la linterna encendida en plena mañana y cuando se enteró la apagó. Recordó un consejo de su madre cada vez que dejaban alguna luz encendida en el pasillo: “Cuando no se necesita algo se apaga porque se gasta”
No creía que la muchacha fuera corriendo, el problema era que ella se había levantado mucho más temprano ¿Cuánto tiempo le llevaban de ventaja?
Sintió que las esperanzas renacían en el fondo de su alma cuando a lo lejos, allá al fondo, aún entre los copos de los altos álamos vio la torre de la vieja iglesia del Álamo. Seguramente hacía allá se dirigían. Perdió de vista aquel objeto y redobló sus esfuerzos.

***

Cuando José Juan miró la torre de la iglesia, a un kilómetro del lugar de donde estaba, si se hubiera detenido un par de minutos hubiera visto la extraña pareja que salía de la foresta y encaminada sus pasos hacia el centro de la aldea.
Anamaría caminaba detrás del animal o bestia aquella de cuerpo alargado quien abría la marca a un paso regular debido a que la mujer que iba tras él no podría seguirle el verdadero ritmo. Salieron al camino después de haber saltado un cerco de piedras de un metro de altura. En ningún momento la mujer se había detenido y aunque tenía las plantas de los pies ensangrentadas y peladas no se había quejado. Aunque no podía, claro.
Avanzaron por el centro de la calle. Una calle vieja y llena de piedras rojizas que fueron absorbiendo cada vez que caía sobre ellas, la poca sangre de los pies de la mujer. El sol estaba saliendo por sobre los cerros y aquella criatura estaba urgida por llegar al cubil. Dentro de poco ya no podría soportar más aquella claridad.
Después de pasar por enfrente de varios portones de madera ennegrecidos por el tiempo y los elementos y con cercos de piedras, que resguardaban casas abandonadas y enmohecidas al igual que las piedras de los muros, llegaron hasta una pequeña placita. Enfrente a ésta estaba la iglesia. Una iglesia pequeña y de una sola torre donde, en la cima, reposaba sobre el piso una campana de aspecto oscuro. No había una cruz en la cima de la fachada ni en las grandes puertas de madera antigua. El color de las paredes era casi amarillento y aquellas horas de la mañana parecía gris.
El animal, o lo que fuera aquella cosa de cuerpo alargado caminó directamente hacia la parte trasera de la ermita y sin detenerse a tomar decisiones empujó la puerta que allí había. Una puerta que en el pasado seguramente llevaba hacia la sacristía, el lugar donde el sacerdote y los acólitos se preparaban para salir a misa.
Anamaría, o lo que fuera que la llevara en ese momento, lo siguió y entró tras él dejando que la puerta se cerrara a sus espaldas con un ruido suave. Antes de entrar pisó un pedazo de vidrio verde. Algo dejado allí por alguien sin ton ni son, pero con un motivo para el universo. Se le abrió una herida un poco mayor que las recibidas por los rasguños de las piedras durante todo el trayecto y una línea de sangre más grande comenzó a fluir creando, a partir de la mitad de la estancia una media huella rojiza.
El animal continuó avanzando por entre la penumbra del lugar y se encaminó hacia la puerta que conducía hacia la nave más grande del templo. Esta puerta yacía justo detrás de una especie de panel de madera que se elevaba a unos dos metros de la pared. Estaba en el suelo, podrida y destartalada como si fuera de papel, desgarrada por dientes filosos.
El animal entró en aquella estancia y Anamaría le siguió sin voluntad.
La nave principal de la antigua ermita era muy pequeña y en ella sólo contenía una especie de altar de piedra roja justo enfrente de aquel panel. Ese, en sus tiempos pasados, había sido el lugar donde un sacerdote católico celebraba el ritual de la misa y ahora yacía olvidado y quizás profanado.
Hacia el fondo estaba el espacio que servía a los feligreses. Había unas ocho bancas podridas, de madera y casi en ruinas. Cuatro en cada ala del espacio. En sus buenos tiempos, también, quizás muchas personas recibían allí sentados las bendiciones, regaños y reflexiones de los sacerdotes. Ahora aquello estaba cubierto de polvo y olvido.
El olor a tela podrida era muy, muy intenso y si Anamaría no hubiera ido en aquella especie de trance la hubiera hecho vomitar de inmediato.
El animal llego hasta el altar, lo miró con sus ojos casi humanos y enrojecidos y luego avanzó hacia la izquierda, bajando el único escalón que separaba el altar del salón. Allí, a unos dos metros del escalón, y casi pegado a la pared de ese lado había una especie de agujero hecho con las garras.
Era una especie de madriguera y la tierra que había salido de su interior, al menos un poco, yacía pegada en los bordes de la pared.
El animal, sin detenerse a meditar en los misterios del universo, ni nada parecido, entró y desapareció allí. Anamaría le siguió sin protestar, porque no estaba en su capacidad actual. Entró caminando erguida y a medida que lo hacía su cuerpo parecía ir bajando escalones.
Desapareció por completo engullida por la oscuridad.

***

En el momento justo en el que Anamaría desaparecía en el interior de aquel agujero José Juan llegaba hasta el muro de piedra de un metro de altura. Se agachó y con fuerza aspiró oxígeno. Le dolía el pecho, pero no podía parar, aún no. De un brinco saltó el muro y cayó al otro lado. Allí había una huella, era muy clara. Habían tomado hacia el centro del pueblo. Un pueblo muerto, eso solía decir su padre al referirse a aquel lugar.
Eso parecía a primera luz del nuevo día. Pero él tampoco podía detenerse a pensar al respecto. Corrió de nuevo y en menos de cinco minutos estuvo ante la ermita. La miró con curiosidad y miedo. Era un edificio viejo y gris como el mismo pueblo. Todos sabían de la existencia de aquel lugar, pero nadie tenía la costumbre de pasar por allí. Un lugar muerto.
Buscó huellas por sobre la tierra dura y vio una mancha de sangre que iba, en intervalos irregulares hacia la parte de atrás del edificio. Allá fue tratando de dominar el dolor que tenía en un costado.
Llegó hasta la puerta de la sacristía y de inmediato vio el vidrio y la sangre. Se agachó y tocó aquel líquido: estaba aún sin coagular. Eso significaba que acababa de entrar allí. Empujó la puerta con fuerza y lo mismo hizo él al dar el primer paso en el interior de aquel recinto. La huella más clara del pie de Anamaría estaba allí, en el centro del recinto. La puerta se cerró a sus espaldas y por pura inercia encendió la linterna.
Llegó a la huella y echó un haz de luz sobre los demás pasos. Iban hacia la puerta que estaba a la derecha. Siguió avanzando.
Entró al salón y el olor era intensísimo, tanto que hacía lagrimear los ojos.
—Oh, mierda –dijo y al recordar donde estaba rectificó—: lo siento Dios. Perdón.
Rodeado por aquella pestilencia avanzó por la derecha y apareció a su izquierda, después de aquel panel, una especie de altar conformado por una enorme roca roja. Alumbró hacia el frente, bancos desvencijados, luego hacia el techo. Nada.
Fue de un lado al otro del altar alumbrando hacia todos lados y cuando localizó el agujero aquel en el piso se lanzó de inmediato en su interior. No había tiempo que perder si quería encontrar a Anamaría.
La linterna era muy poco para la intensidad de la negrura que reinaba allí. Se trataba de una especie de cueva diminuta que primero descendía unos diez metros. Como una especie de rampa y luego se enderezaba hasta quedar en un ángulo normal por donde se caminaba normal. Hasta allí llegó José y dejó que la lámpara iluminara hacia el fondo. Era un túnel que se perdía en la distancia, pero allá, como a unos treinta metros vislumbró algo y ese algo lo vislumbró a él y rugió haciendo estremecer los cimientos de las paredes que no estaban distanciadas una de otra más que un metro y medio.
Lo que iba adelante rugió y era escalofriante, como escuchar miles de voces pidiendo ayuda desde el infierno. Pero no podía retroceder, aunque quisiera. Anamaría estaba allí, y él no podía dejarla. Era su responsabilidad estar allí. Era su misión en la vida. Algo se lo decía.
—¡Ana! –gritó.
La voz se alejó, rebotó miles de veces y regresó a él con una cadencia inusitada. Como si hubiera ido hasta un lugar tenebroso y millones de locos le contestaran con la misma palabra.
En respuesta, después del eco volvió a escuchar aquel rugido bestial que hizo retumbar de nuevo la estructura de las paredes de tierra. El aire era casi sólido. Apestaba y no estaba seguro si una persona podría vivir allí mucho tiempo respirándolo. Seguro la respuesta era no.
Iluminándose con la poca luz que le brindaba aquella lámpara comenzó a avanzar de nuevo. Estaba muerto de miedo, pero al mismo tiempo sabía que Anamaría también lo estaría en aquellas circunstancias y ella estaba allá en el fondo. Su corazón, y su amor, lo impulsaban a seguir hacia adelante.
Muchos enamorados dicen: por ti iría hasta el fin del mundo, pero en la realidad es una promesa que muy pocos cumplen. Allí estaba él sin haberlo prometido, pero aferrado a la idea de recuperar a su amor.

***

Cuando aquella bestia blanca y alargada, más parecida a un dragón de los antiguos orientales, escuchó la voz a sus espaldas se detuvo y justo detrás de ella, la mujer. Alguien los seguía. Alguien se atrevía a entrar a sus dominios. Gruñó y dobló su cabeza para mirar de quién se trataba. La figura de la mujer se interrumpía entre él y lo que fuera que venía detrás. Pero aquello traía una de esas cosas de luz que tanto le molestaban. Gruñó de nuevo.
Deslizándose como una serpiente, retrayendo las patas, pasó por un lado de la mujer y trató de localizar al intruso de la luz. Gruñó y rugió con fuerza como para demostrarle que por allí no se podía pasar.
Pero el individuo volvió a gritar y eso lo enervó aún más. Volvió a rugir con cólera. ¿Quién se atrevía a entrar en sus reinos? Debía comer y aquella mujer, que tenía un olor tan antiguo como su propia existencia, era apetecible.
La luz que aquel hombre, porque eso era, un hombre, echaba sobre él era molesta y parecía querer avanzar hacia donde él estaba. Eso no se lo podía permitir. El problema era que si centraba la atención en él perdería el dominio que sobre ella tenía. La voluntad de un ser humano era muy fácil de controlar, pero no se podía hacer con dos a la vez, a menos que hubiera comido y eso hacía mucho tiempo que no lo hacía.
¿Y si se lo comía a él? Dejaría de reserva a la mujer para tiempos posteriores. Podía darse ese lujo a pesar de la gran cantidad de huesos que había en el fondo de su madriguera. Habría espacio para otros más.
Y con una especie de sonrisa casi humana echó a andar hacia la luz redonda y la voz angustiada. Olía a miedo, y eso era bueno, le daba a la carne un mejor sabor. Sus pasos fueron lentos al principio, y luego agarró una veloz carrera. Las paredes comenzaron a retumbar de nuevo.