Eran las doce del mediodía con veinte minutos
cuando la pareja comenzó a caminar tomando el sendero que se abría a través de
las matas de maíz altas y espigadas sembradas detrás de la hacienda. El maíz
estaba alto, casi los dos metros y eso los tapaba.
En algún momento, Anamaría lo recordaría hasta
mucho tiempo después, habían pasado junto a una especie de cerco hecho de palos
horizontales. Trancas, le llamaban a ese tipo de cerco. Él apartó dos de esos
palos y le dejó el paso libre.
¿De qué hablaron? Casi no lo recordó hasta cierto
punto. Estar con él era más agradable que el agua fresca después de un día de
calor. Como dice la biblia más dulce que la miel de la abeja libada del propio
panal.
Quizás fueron tantas cosas conjugadas: el recuerdo
de un tiempo pasado que no lograba recordar, pero que al mismo tiempo sabía,
muy en el fondo, que existía; la cercanía a él y su olor tan recordado también.
Quizás fue el ambiente, el maíz agitado por el viento como en una danza
nupcial, y su verde de varios tonos, las espigas moviéndose en la cima, los
olores mezclados de la tierra húmeda y la sabia que sube por los tallos. Su voz
suave… tantas cosas.
Lo cierto es que apenas llevaban unos diez minutos
caminando por entre surcos y matas que los ocultaban del mundo cuando él se
volvió, le tomó la mano, y ella se la dejó tomar, y siguieron caminando unos
metros más hacia adelante. Arriba el sol caía a plomo, pero no les afectaba, al
menos a ella que era tan blanca como la leche y tan rubia como el oro, según
los poetas. La sensación de sentir su mano fuerte alrededor de la suya la hacía
sentirse protegida, electrizada, en una palabra: amada.
Le hubiera gustado quedarse, como los apóstoles en
el monte de los olivos, allí. Para siempre.
Quizás fue todo eso lo que llevó a aquello.
En algún momento, recordaría aquella noche, él se
volvió y la quedó mirando fijamente. Ella no pudo apartar de sí aquellos ojos y
se doblegó. Fue como una frágil hoja arrebatada por un fuerte viento.
Sus labios se encontraron con suavidad y los brazos
se enlazaron alrededor del cuerpo del otro con necesidad. En el beso prolongado
Anamaría, sintió que jamás, antes había besado. Nunca había creído en eso de la
electricidad pasando por los labios y yendo hacia todos los nervios en un simple
beso. Pero allí estaba. Era una sensación única y ella se abandonó por completo
a ella.
Cuando él metió sus dedos entre sus cabellos y
atrajo su cabeza para besarla aún más fuerte, sintió cosquillas en la nuca. Las
piernas parecían a punto de doblarse como si fueran de mantequilla derretida.
José Juan la tomó por las caderas con ambas manos y la suspendió en el aire.
Ella se enrolló sobre su cintura y siguió besándole como si fuera una náufraga
y hubiera encontrado una tabla de salvación.
Así estuvieron durante largos minutos besándose
ahora con furia, ahora con suavidad, hasta que cayeron sobre la tierra mojada.
Era una tierra fresca, pero no lodosa por lo cual no había problema o peligro
en ensuciarse. Pero quién pensaba en eso en ese momento.
Tumbados en el suelo, y sin palabras siguieron
besándose un buen rato hasta que, a él, con la satisfacción de ella, le dio por
explorar otras zonas de la geografía femenina.
Y, como decimos en unas pláticas para llegar con
urgencia al final: para no hacerles largos el cuento, aquel mediodía
inolvidable para ambos, porque la naturaleza y algo más actuaba, Anamaría Landa
Wélchez pasó a ser mujer completa en brazos de Juan José Moncada Bulnes.
Fue una entrega suave y dulce. Él no fue brusco ni
violento en el momento del rompimiento del velo de su cuerpo, y la dejó ir a su
ritmo. Eso la enamoró aún más de aquel extraño que sin embargo era tan
conocido. Entró en ella y la hizo, después del dolor inicial, alcanzar la cima
de una montaña gloriosa.
Con furia, cuando estaba allá, sobre la cima, se
enrolló a él con ambas piernas como no queriéndolo dejarse marchar y él
depositó en su vientre la semilla caliente de la vida.
Cuando el clímax hubo pasado se quedaron quietos
dejando que las sensaciones que emitían sus cuerpos se expandieran por donde
quisieran. Volvieron besarse y a mirarse intensamente, unidos en el
reconocimiento.
José Juan se salió de ella despacio y buscó en la
bolsa de sus vaqueros un pañuelo. Con delicadeza y besándole de vez en cuando
el vientre le limpió el hilito de sangre que se escurría por el pirineo. Él
estudiaba medicina y entendía de la anatomía femenina, aunque para esas cosas
no se necesita ser estudiado.
Después de limpiarla besó el pañuelo con la punta
de sus labios y dijo una frase que a Anamaría le estremeció el alma:
—Porque al fin hemos regresado.
De alguna manera ella lo entendía. Una promesa
lejana. Algo dicho hacía muchos años atrás. Una promesa de amor.
***
Salieron del maizal un par de horas después. Porque
la unión física y espiritual, además de las palabras les consumió aquel tiempo.
Y aunque hubieran querido quedarse allí toda la vida, era imposible, las demás
compañeras hubieran notado su ausencia tan prolongada.
Pero lo que se habían dicho y hecho allí en ese
maizal quedaría para siempre en sus corazones. En el futuro, cuando regresaran
a aquel sitio, sería con la nostalgia del primer encuentro. José Juan tomó una
roca grande que había por allí cerca y plantándola en la tierra dijo:
—Marco este sitio como territorio Moncada Landa.
Anamaría se echó a reír por la ocurrencia, pero
ese, siempre sería su lugar especial por muchas cosas.
—Desde que te vi, ayer –le dijo él cuando volvían a
estar vestidos, tirados sobre la misma tierra, ella con la cabeza sobre el
pecho de él mirándolo con ternura: sosegados—. Sentí como si un rayo me cayera
en la consciencia. Fue algo turbador y al mismo tiempo agradable. Como cuando
reconoces a alguien entre una multitud.
—Lo mismo sentí yo –confesó ella—. Sentía ganas de
decírtelo, pero no le dices esas cosas a un extraño ¿no?
—Pero me imagino que si nos lo hubiéramos dicho lo
hubiéramos comprendido. ¿No crees?
—Sí. Seguramente. Pero ¿Qué será? ¿Por qué siento
que te he encontrado si nunca, antes, te había visto? ¿Qué es esto?
—No lo sé, pero me imagino que con el paso de los
años lo iremos comprendiendo.
Eso guardaba una promesa.
—Sé que no voy a poder seguir mi vida sin ti –le
dijo Anamaría acariciándole las mejillas y en casi en un susurro.
—Ni yo tampoco –confesó él—. Te he encontrado y ya
nunca más te dejaré ir.
Ella sonrió porque eso mismo era lo que ella
pensaba y quería que él le dijera.
—Iré a tu casa el fin de semana, cuando regreses a
Tegucigalpa y le pediré tu mano a tus padres.
—Oh… eso es lo que más deseo, con toda el alma.
Pero… mis padres son chapados a la antigua. Primero tienen que conocerte,
evaluarte… ellos no saben cosas que nosotros sí sabemos…
Quedaron unos instantes en silencio luego, él
acariciándole un mechón del rubio cabello dijo:
—Entonces, les pediré llegada como antes.
Sonrieron ante la idea. Ella subió los centímetros
que la alejaban de sus labios y lo besó con suavidad. Sí, era agradable estar
allí.
—Ok. Me presentarás como un amigo de El Ocotal y
luego yo iré yendo cada vez más, cada vez más, hasta que ellos entiendan lo que
sucede. ¿Qué te parece mi plan?
—Mmm. Me parece estupendo, pero yo ya quiero vivir
contigo.
—Quedémonos aquí, entonces. La casa es grande y…
—No… yo quiero terminar mi carrera y seguramente tú
la tuya. Sólo ve a casa y te presentaré a mis padres y ya veremos que se pude
hacer… ¿Ok?
—Ok.
Y así, con aquellos planes de novios enamorados y
entregados el uno al otro salieron del maizal, pero esta vez abrazados
amorosamente y más despacio como si quisieran no llegar nunca a donde tenían
que llegar.
***
Si sus amigas notaron algo diferente en ella no se
lo dijeron, pero de regreso a la Casona, ahora en la pick up de José Juan, ella
iba sentada junto a él y las tres amigas en el asiento trasero.
—¿Qué tienen planificado para mañana? –Les preguntó
él.
—Mañana regresamos a Tegucigalpa –le contestó
Katherine desde el asiento trasero.
—¿Tan pronto?
—Sí –dijo Anamaría— mañana es jueves y el viernes
tenemos por costumbre reunirnos para ir al cine. Una costumbre que traemos
desde el colegio.
—Así es –afirmó Mercedes desde atrás de Anamaría.
—Lo que tenemos planeado para hoy –dijo Carla— es
acampar en el bosquecillo de detrás de la casa.
Anamaría sintió un estremecimiento al recordar el
sueño tan vívido. Tenía que platicárselo a José Juan, tal vez él le encontraba
significado.
—¿Acampar? Eso es estupendo… ¿No querrían un
invitado? –dijo esto último mirando con esperanza a Anamaría.
—No sé –dijo Katherine que era la encargada de
dicha actividad—, la tienda es muy pequeña y además es solo para chicas.
Mercedes sonrió por lo bajo.
—Yo traigo mi propia tienda –dijo José Juan.
Anamaría, más adelante, cuando sucedió lo que
sucedió se dijo que de alguna manera el insistió en ese punto: quedarse con
ellas. En realidad, con ella.
Se hizo un breve silencio entre todos y las chicas
de atrás se miraron y fue Katherine la que asintió:
—No nos vendría mal la compañía de un hombre –dijo—
por aquello de traer leña y encender el fuego.
Todas estuvieron de acuerdo.
—Entonces –dijo él emocionado porque eso era un sí—
¿a qué hora nos vamos para el bosque?
—Como no nos vamos a alejar mucho de la casa –dijo
Carla— a las cinco de la tarde. Para armar la tienda y buscar leña como dijo
Katherine.
—Eso es dentro de dos horas. Me parece bien. No se
olviden de llevar un repelente para mosquitos. Anoche llovió y suelen
revolverse con la humedad.
—Ok –dijo Carla.
—Apuntado –añadió Katherine.
Con esa idea en mente y puestos de acuerdo llegaron
a La Casona. José Juan se bajó y abrió la puerta de Anamaría y las demás no
dejaron pasar por alto dicho gesto, volvieron a mirarse como cómplices de un
asesinato.
—Chicas –le dijo José Juan de repente y colocándose
junto a Anamaría—. Les tenemos noticias.
Las tres se reunieron muy cerca de la trompa del
automóvil, que era donde ellos se habían detenido, y José Juan ya le había
rodeado la cintura a la muchacha:
—Ana y yo, somos novios.
Todas se quedaron mirando, pero cuando su amiga
rodeo, también la cintura de él y apoyó su cabeza sobre su hombro, aplaudieron
emocionadas. No comprendían como algo así podría darse tan rápido, pero allí
estaban. Aplaudiendo y felices por su amiga. Ya en el interior de la casa la
acribillarían a preguntas, pero por los momentos había que asumir la noticia.
Y allí, enfrente a ellas, se besaron.
Las muchachas comenzaron a desfilar hacia el interior
de la propiedad bajo el enorme letrero en arco y los dejaron solos.
—¿Cómo lo han tomado? –preguntó el.
—Con extrañeza –dijo Ana sin soltarle de la
cintura. Se sentía tan bien aferrada a él—. Uno no se hace novio de alguien
apenas veinticuatro horas después de conocerlo. ¿No?
—No te creas… yo conozco casos…
—Sí, si los hay, pero no me importan. Lo que me
importa es que tú estás aquí… de nuevo.
Esa sensación de que eran antiguos amantes, era un
ratoncito corriendo sobre su conciencia. Y por mucho que quisiera entenderlo,
no podía. No, aún no.
Se besaron de nuevo con ternura y con la intención
de permanecer así durante un buen largo rato. Pero escucharon el ruido de una
puerta al abrirse, la de la casa, y se soltaron.
—Nos vemos dentro de dos horas –le dijo ella.
—Ok. No me vayas a fallar –bromeó él con un guiño.
Se despidieron de nuevo con un beso y no querían
soltarse. Hasta que lo hicieron a regañadientes.
Anamaría entró por el portó y lo cerró. Miró hacia
el automóvil que estaba dando la vuelta para regresar por donde había llegado y
esperó para volver a ver aquel rostro tan amado. Él le agitó la mano sacándola
por la ventanilla y ella le respondió de la misma forma. Se fue.
Cerró el portón bajando una especie de lámina
diminuta que se engarzaba con la otra puerta y dio la vuelta hacia la casa. De
camino, justo en el centro del trayecto se detuvo a contemplar aquella forma
circular donde había caído el rayo en su sueño. La miró y estaba segura que
allí, y por algo, había visto aquello. Prometió, de nuevo, contarle el sueño a
José Juan, tal vez él le encontraba significado.
Entró en la casa y sus amigas le cayeron encima con
preguntas a granel. La estaban esperando justo detrás de la puerta y la
sorprendieron, aunque no tanto porque se lo esperaba. La llevaron, casi en
volandas, hasta el sillón grande y allí la sentaron y la atacaron a preguntas:
—¿Cómo sucedió eso? –Katherine.
—¿Cuéntanos todo? –Carla.
—¿Qué hicieron en el maizal? –Mercedes.
Al final les contó lo más sencillo y lo que pudiera
convencerlas de que no era una facilona, ni nada por el estilo. Ella sólo había
tenido un novio hasta esa fecha y había respetado la relación hasta extremos
asombrosos.
—Desde ayer –comenzó— me atrajo mucho. No sé cómo
explicarlo. Fue como un enorme magnetismo hacia él y hoy, ya me vieron en la
mañana, quería alejarme de él y parece ser que eso fue lo que le atrajo de mí.
—Buena estrategia –dijo Mercedes con una sonrisa en
los labios.
—¿Y eso es todo? –dijo con cara de decepción Carla.
—Pues sí. Qué más quieren que les diga.
—¿Qué hicieron en el maizal? –volvió a preguntar
Mercedes con la mirada cargada de picardía.
—Eso es personal –dijo Anamaría poniendo la cara
seria.
Todas, incluyéndola a ella, se echaron la
carcajada.
Flotaba en el ambiente, entonces, un clima de armonía
y felicidad. La mañana había sido buena: el paseo, el baño, la comida, todo. Y
eso, les había mantenido el corazón y el entusiasmo a flor de piel. Toda una
aventura.
Pero no todo había terminado aún.
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