—Los hombres son pura mierda –dijo Katherine
después de escuchar toda la historia de labios de Anamaría —. Y disculpen que
estamos comiendo.
Nadie le discutió, aunque cada una de ellas tenía
sus propias historias al respecto. Siguieron comiendo en silencio y sólo de vez
en cuando miraba a Anamaría como esperando que ella dijera algo acerca de la
ruptura. Pero ella no abrió la boca para nada.
—¿Qué haremos por la tarde? –preguntó Mercedes.
—Estaba pensando en qué podemos acampar en el
bosquecillo de atrás –dijo Anamaría.
—No, ya de caminar ya no. Me duelen, los pies –se
quejó Carla—. Quiero echarme un chapuzón en la piscina.
—Yo también –se apuntó Katherine.
—Yo quiero caminar por el bosque –dijo Mercedes.
Anamaría comulgó con la idea última y se unió a
ella.
Así pues, después de almorzar, lavaron los platos y
trastos y volvieron a sus respectivas habitaciones. Dejaron que bajara la
comida y a las dos de la tarde, cuando el sol comenzaba a descender por donde
siempre desciende, salieron a bañarse, en calzoneta y camiseta Katherine y
Carla.
Anamaría tocó la puerta del cuarto de Mercedes y de
inmediato salieron por donde estaban las otras dos metidas en la diminuta
piscina y agitando una superficie que parecía bastante limpia.
—Bueno –les anunció Anamaría —, vamos a explorar un
poco los contornos.
Al decir los
contornos miró hacia el bosquecillo que se elevaban en una suave colina a
pocos metros de la casa. Katherine y Carla dejaron de lanzarse agua con las
manos y observaron a sus amigas. Ambas se habían quedado tal como habían salido
en la mañana hacia El Ocotal. Las mismas zapatillas y los mismos pantalones
vaqueros.
—Tengan cuidado con las serpientes y los alacranes
–les dijo Carla con una enorme sonrisa.
—Sí, y con los osos Grizzlies –añadió Katherine.
—Ya volvemos –dijo Mercedes echando a andar detrás
de Anamaría.
—Si encuentran algún osito panda me lo traen
–añadió Carla con una sonrisa.
Mientras las dos mujeres entraban por una especie
de sendero en el bosque, Katherine le dijo a Carla.
—Hubiéramos ido con ellas.
—No –dijo de inmediato Carla – estoy más cómoda
así, bajo el agua.
Y para molestar a Katherine le lanzó un poco de
agua. Siguieron disfrutando del agua tibia y refrescante, olvidándose por un
momento de sus amigas.
***
—¿Y cómo te sientes al respecto? –le pregunto
Mercedes a Anamaría mientras hacía a un lado una rama baja con el pie.
—Mal, lógico, pero tampoco me puedo echar a morir
¿No?
—¿Y desde cuándo crees que te engañaba?
—Creo que desde hacía bastante tiempo. Últimamente
ya no era el mismo… o quizás el tiempo que habíamos estado juntos era
demasiado. Y con el tiempo la gente llega a conocerse tanto que cualquier
cambio nos parece muy sospechoso.
Las muchachas habían tomado el sendero que nacía
justo a unos diez metros de la parte trasera de La Casona. Dicho sendero se
internaba en el bosquecillo compuesto principalmente por arboles de pino, roble
y encino. El olor a hojas secas, a medida que avanzaban se iba intensificando
de una manera agradable. Era relajante todo: los sonidos de las hojas, las
ramas y uno que otro pajarillo cantando entre las ramas; los olores mezclados
con el oxígeno fresco de los árboles, la sensación de estar rodeadas de una
brisa fresca. Todo eso causaba en sus conciencias un relajamiento total.
El sendero, aunque no era muy limpio debido al
tiempo y a la falta de caminantes, era visible para quien lo tomaba. Apenas
media unos cuarenta centímetros de ancho y era de la misma tierra blanca de la
carretera.
Llevaban más o menos unos diez minutos caminando
cuando, al final de una curva, Mercedes se detuvo y tomó a Anamaría de la mano
para llamar su atención. Algo le había llevado a hacerlo.
—Mira –le dijo su amiga murmurando y señalando
hacia algún punto entre los troncos de los árboles, a la derecha del sendero.
Anamaría siguió el dedo índice de Mercedes para
lograr ver lo que ella veía. Al principio sólo vio troncos de pinos y uno que
otro de roble, el suelo alfombrado por las hojas de pino secas. Pero cuando lo
vio, como sucede siempre, ya no pudo dejar de verlo.
Allí, caminando con mucha tranquilidad y sin
haberlas visto aún, quizás el aire soplaba hacia otro lado en aquel momento, se
trataba de un venado pequeñito mordisqueando las hojas verdes de un encino muy
pequeño, tanto como él.
—Es precioso –exclamó Mercedes con la voz siempre
en un susurro—. Quiero tomarle una foto.
Pero había dejado su cámara fotográfica en la
habitación.
—Sólo míralo –le dijo Anamaría en un susurro—, hay
algunas cosas que no necesitan ser fotografiadas, solo vivirlas.
Era una verdad profunda y no sabía de dónde la
había tomado. Nunca, antes, había tenido ideas tan profundas como esa. Se
sorprendió a sí misma.
Después de un par de minutos el venado percibió
algo, quizás el viento había cambiado y le había llevado el olor intruso. Se
fue, desapareciendo entre los troncos de los árboles. Ella continuó su paseo
por entre aquella maravilla de la naturaleza.
“El terreno –le había dicho su madre—se extiende
varias manzanas por detrás de la casa. Dice tu padre que llega a colindar con
las tierras cercanas al Álamo”
Y como si aquel pensamiento conjurara algún
hechizo, de repente, el paisaje cambiaba. Era como salir de un paisaje verde y
meterse en una más pálido.
—Es raro –dijo Mercedes mirando hacia arriba donde
los árboles mostraban sus copas altas y sus ramas cargadas de hojas de todos
colores—, pero aquí parece que el ambiente cambia. ¿No te parece?
Sí, le parecía.
—¡Mira!
Mercedes señalaba hacia el suelo. Allí, el color
blanco de la tierra se convertía de un solo en una especie de tierra roja. Y lo
más extraño es que parecía una línea muy definida, como hecha a mano. La luz
que se colaba entre las hojas les mostraba este curioso fenómeno con mucha
claridad.
Siguieron caminando, pero con la sensación de haber
entrado en una especie de territorio distinto. Los árboles eran de otro tipo se
notaba con mucha claridad este aspecto. Sus hojas eran más anchas y los troncos
tenían una corteza blanca, más blanca que la del encino y puntos negros que
claramente eran los muñones de las ramas que se habían caído. Las ramas
parecían querer subir hacia el cielo: todos los árboles eran altos.
—Son álamos –dijo Anamaría.
En la carrera de arquitectura, la cual cursaba el
primer año, les habían impartido una clase al respecto de las mejores maderas
para construir techos, el álamo, era una de las maderas más preciadas para la
construcción de puertas, ventanas y cielos falsos.
“Si
se mide la relación entre el peso y las propiedades de resistencia, el álamo
tiene mejor resultado que el acero” eso había dicho el profesor al proponerlo
como una de las mejores maderas para la construcción.
Allí, había en
abundancia y a medida que avanzaban parecía aumentar su número. Parecían
soldados en formación y se veían muy simétricos con el paisaje. Era un paisaje
casi puesto allí por la precisión de un arquitecto, pero, había en el aire una
sensación como de tristeza, de desasosiego.
—Es muy extraño
–dijo Mercedes mirando hacia atrás, donde ahora marchaba Anamaría—. Es como si
en este lugar todo fuera distinto al anterior. Y tengo la sensación de que
alguien, o algo nos observa desde algún lugar. ¿Lo sientes?
Anamaría asintió.
Desde hacía varios minutos estaba sintiendo lo mismo, pero no había dicho nada
para no inquietar a la muchacha. Y para comprobar si era cierto, con los
sentidos puestos en el ambiente miró hacia todos lados. Nada, los simples
troncos blancos de los álamos.
Además, allí no
había ningún ruido. Los pájaros, o posibles animales silvestres parecían lejos
de allí. Inexistentes por completo.
—¿Quieres
regresar? –le preguntó Mercedes de pronto a Anamaría. Había algo en la voz de
la muchacha que le preocupaba.
—Sí tú quieres.
—Sí. Quiero
regresar.
Dieron la vuelta
entonces. Ahora Anamaría volvía a quedar al frente del dúo, pero Mercedes le
pidió ir adelante.
—Es que me siento
un poco extraña –le dijo.
—Ok. Pasa.
Así, y con el paso
más rápido comenzaron el regreso.
El paso rápido y
algunas raíces sobresaliendo de la tierra rojiza fue lo que hizo tropezar a
Anamaría. El pie derecho se le enredó en una raíz y sin poder evitarlo dobló
las rodillas y puso ambas manos hacia adelante para detenerse
—¡Mierda! — gritó
al chocar contra el suelo.
Mercedes se volvió
y acudió en su auxilio.
—Oh, amiga –le
dijo— ¿Te lastimaste?
Y fue allí cuando
sintió el mareo. Le recordó aquellos juegos de la infancia en los que la ponían
a girar y luego le decía que corriera. Lógicamente al correr se iba de lado y
perdía el equilibrio, con náuseas y con ganas de que todo desapareciera. Y al
caer mirar hacia arriba y ver que el mundo giraba a su alrededor. Una sensación
espantosa.
Respiró fuerte
para hacer entrar aire en los pulmones. Eso hacía cuando era una niña pequeña.
Casi siempre funcionaba. Siempre se recuperaba de las náuseas y el movimiento
brusco del mundo a su alrededor.
—¿Estás bien?
–volvió a preguntar Mercedes.
Pero no estaba
bien. Se desplomó de un solo hacia la tierra y al chocar sus mejillas contra el
suelo pudo aspirar el olor del lugar. Olía a tiempo y a olvido.
Mercedes se agachó
sobre ella y comenzó a darle aire hasta que la volvió en sí.
—Vámonos de este
lugar –le dijo.
La ayudó a
levantarse y como si estuviera ebria la hizo pasarle el brazo sobre los hombros
y luego la tomó por la cintura para avanzar. El camino se hizo más lento, pero
por lo menos estaban de nuevo en camino.
Vieron la línea
roja y blanca que parecía dividir hasta la vegetación y se alegraron porque ya
estaba cerca de la casa.
Y al pasar esa
línea no tan imaginaria que dividía la tierra roja de la blanca, y casi de
manera inadvertida, volvieron al paso normal.
Más tarde,
mientras hablaban acerca de la sensación de estar siendo vigiladas, u
observadas y del paso del tiempo, y el sueño, compararon impresiones.
Al salir de la
sombra de los álamos la sensación había cesado. Hasta los ruidos de la
naturaleza brotaron como un corcho al salir volando del pico de una botella.
Como salir del agua hacia el aire libre.
No dijeron nada
más y en menos de diez minutos estaban de nuevo saliendo al claro de La Casona.
Miraron hacia la piscina, por lo visto, sus amigas se habían cansado muy rápido
del retozo del agua.
—Se les pasaron
las ganas dijo Mercedes con una sonrisa en los labios.
Anamaría miró
hacia el cielo y notó, de inmediato, la ausencia casi completa de los brillos
del sol. ¿Cuánto tiempo habían estado en el bosque? Si contaba la ida y el
regreso eso sumarían unos cuarenta minutos.
Llegaron hasta la
puerta trasera de la casa y empujaron. Estaba cerrada. Quizás, las demás,
habían temido que se metiera algún animal o algo parecido.
—Está cerrada
–dijo Mercedes.
—Sí.
Entonces
utilizando los nudillos de la mano derecha llamó. El sonido se esparció por el
interior de la casa. Lograron escucharlo con mucha claridad. Pero nadie acudió
a abrirles la puerta.
—¿Qué será? –dijo
Anamaría extrañada.
—¿Será que
salieron éstas?
—No creo ¿Y a
dónde?
Volvieron a tocar,
esa vez ambas y con la palma de la mano abierta, con lo cual hicieron
estremecerse la hoja. Nada.
—Vamos a ver por
la ventana.
Dicho y hecho, y
como en coordinación, ambas se asomaron a cada una de las dos ventanas que
estaban a cada lado de la puerta.
—Las cortinas
están echadas –dijo Mercedes.
—Éstas también.
Allí estaba
ocurriendo algo muy raro. ¿Qué podría haber pasado para que Katherine y Carla
hubieran salido? No tenían ningún plan.
—Demos la vuelta,
talvez por la entrada –sugirió Anamaría tomando de la mano a Mercedes que ya
mostraba un rostro de preocupación más grande que un camión.
Dieron la vuelta a
la casa con la intención de llamar por la puerta principal. Y al pasar por las
ventanas que daban a la cocina comedor notaron que las cortinas también estaban
echadas.
“Aquí sucede algo
raro” pensó Anamaría sintiendo que el corazón le latía más rápido.
Y más rápido le
latió cuando al doblar la esquina y quedar enfrente de la casa vio que faltaba
la Chevrolet de su padre.
—¿El carro? –dijo
Mercedes a su lado.
—Pero…
Sin esperar y
porque se había detenido brevemente ante la realidad de aquel hecho, volvió a
andar hacia la puerta principal. Estaba cerrada, por supuesto. Ambas golpeando
las hojas de madera con ambas manos comenzaron a llamar.
Nada.
—¿¡Kat!? ¿¡Carla!?
–llamó Mercedes asomándose a las ventanas de su izquierda que se suponía eran
las habitaciones de ambas.
Las cortinas
estaban, también echadas, y a través de ellas no se notaba ni un solo
movimiento en el interior.
—¿Qué está
pasando? –Preguntó Mercedes con la voz quebrada —¿Por qué se fueron?
—No lo sé…—respondió
Anamaría tratando de mirar también a través de las ventanas con balcones.
Un estruendo como
de un trueno sonó en la lejanía y ambas, al mismo tiempo vieron como cambiaba
el cielo del día. De un solo, como si la realidad fuera el telón de fondo de
una obra de teatro, el cielo se había oscurecido por completo y las gotas,
gruesas como semillas de maíz comenzaron a caer la casa.
Estaban bajo el
alero de la casa y la lluvia no las mojaba, pero podían ver caer las gruesas
gotas sobre la grama y las piedras blancas de la calle que llevaba hasta allí.
De pronto se hizo de noche.
Así, de la nada,
la noche cayó sobre ellas y lo oscureció todo.
—¿Qué es esto,
Dios mío? –gimió Mercedes a su lado.
¿Qué era aquello?
¿Qué sucedía? ¿Por qué las leyes de la naturaleza y de la lógica no funcionaban
como deberían de hacerlo?
—Esto es raro
–dijo con un hilo de voz Anamaría.
Y como sucede
siempre que algo ilógico se mete en el mundo de lo lógico, por la cabeza de
ambas, sincronizadas en la misma frecuencia se preguntaron si no estaban locas.
Aquello no era posible, ni en un mundo cuerdo no digamos en uno loco. La vida
no funcionaba así.
Se abrazaron como
dos niñas temerosas. La tormenta rugía a su alrededor y parecía desgarrar las
nubes. Los relámpagos antes que los truenos se veían y escuchaban en la
lejanía, pero eran cercanos.
—¿¡Qué es esto
Dios mío!? –volvió a preguntar Mercedes esta vez muy cerca de su oído.
El techo de la
casa era de tejas, pero, aun así, se escuchaba el estruendo de las gotas y
luego en chorros muy gruesos y helados la veían caer de manera continua, como
en un grifo abierto, hacia el suelo donde se estrellaba formando un río que
corría paralelo al suelo. Los enormes chorros, al caer salpicaban en mil
pedazos gotitas frías. Anamaría pudo sentir la sensación de esa frialdad cuando
la tormenta pareció aumentar de intensidad.
Un relámpago
brilló con tanta claridad que pudo ver, a través de la gruesa gasa blanca de
agua, el enorme arco allá a unos treinta metros de donde estaban ellas. Fue
algo fugaz, quizás un segundo. Y lo que vio, allá en el portón le heló la
sangré aún más que el agua que brincaba sobre sus piernas.
Allí, parado en
sus dos patas traseras, había una especie de animal, apoyado sobre los barrotes
del portón. Si hubiera sido un perro, un caballo, o incluso un león lo hubiera
considerado hasta normal, aún bajo aquellas extrañas circunstancias. Pero lo
que había allá, no era nada conocido, o por lo menos registrado por su memoria.
Se trataba de una especie de animal de cuerpo largo, quizás unos tres metros,
patas como las de un perro, por lo menos las traseras, y las delanteras casi
parecidas a las manos de un ser humano. Este detalle lo notó porque al apoyar
los pies sobre los barrotes parecía rodearlos con los dedos. Tenía una especie
de melena y lo demás, era como para volverse loca de una vez por todas. Su
rostro era semejante al de un humano. Unos ojos rojos, también casi humanos,
era lo único que sobresalía de todo el cuerpo peludo y de un color blanco
intenso.
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