miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 10





A las seis de la tarde, y después de haber recorrido por aquel mismo sendero del día anterior, se habían adentrado a la derecha, como buscando hacia el cerro que estaba detrás de La Casona. Aunque habían dicho salir a las cinco, sólo en preparar la tienda de campaña, pues se había salido de su bolsa les había llevado su buen tiempo.
Así pues, y con la ayuda de José Juan que parecía un experto boy scout, las tiendas estuvieron levantadas unos veinte minutos después de haber encontrado el sitio ideal. Dicho sitio estaba en la colina un poco hacia el otro lado del cerro con lo cual no tenían visión hacia la carretera ni nada de lo que estaba allí incluyendo la casa.
—Lo importante –dijo Carla— es sentir que estamos lejos de la civilización. Aquí se respira un aire limpio y bondadoso.
—¿Bondadoso? –le preguntó Mercedes con su sombrerito rosa.
—Bueno, limpio pues.
José Juan consiguió bastante leña para hacer una pequeña fogata, la cual tenían planeado encender cuando la oscuridad se apoderara de todo por completo. Pero dejó preparado el lugar haciendo un círculo de con piedras, de unos cincuenta centímetros de ancho.
Las tiendas eran diferentes a todas luces. La que las muchachas habían llevado era colorida y muy ancha, pero baja y la de José Juan era de un solo color: verde oscuro como la de los militares y era como para dos personas. Más alta y hasta parecía más gruesa. Ambas habían quedado paralelas la una de la otra y sólo las separaba un par de metros.
El suelo estaba inyectado de hojas de pino en abundancia y una que otra de roble. El claro donde se habían ubicado estaba justo sobre unas rocas en la orilla y desde allí se podía observar el lomo del cerro que tenían enfrente.
—Es extraño –dijo Katherine mirando hacia abajo, parada sobre una de aquellas piedras.
—¿El qué? –preguntó Mercedes.
—Mira. Es como si una línea hubiera trazado esos árboles allá abajo.
Señalaba, en efecto, lo que parecía una ilusión óptica de la naturaleza. Abajo se veía la falda del cerro que tenían enfrente y allí como si alguien hubiera pasado un pincel del color verde y rojo que se entrelazaba entre las hojas de los árboles del lado donde ellas estaban se separaba con nitidez de otros árboles aparentemente de hojas grises. Era como cortar un pastel y ver una capa en el centro de otro sabor. Y esta capa gris se tendía como un manto sobre el cerro del frente cubriéndolo y extendiéndose mucho más allá del pico del mismo. Pero lo verdaderamente interesante y que había llamado la atención de Katherine era esa aparente línea tan real que a lo lejos se distinguía por los colores. Como hecha con un lápiz. Era inquietante.
—Todos esos son álamos –dijo José Juan acercándose a sus espaldas, junto a él Anamaría abrazada como una lapa guio sus ojos hacia dicho paisaje.
—Sí –dijo Mercedes mirando a Anamaría como pidiéndole su consentimiento.
Anamaría recordó, vagamente, que, al entrar en aquel territorio, una especie de sensación rara había sentido en todo el cuerpo. Una sensación como de estar siendo vigilada por unos ojos invisibles y escrutadores. Y volvió a prometerse, por tercera vez, que le contaría el sueño a José Juan.
—El Álamo, el pueblo –continuó José Juan— está justo detrás de ese cerro. Es un pueblo muy abandonado. Extraño.
—¿Cómo así? –preguntó Mercedes interesada.
Los cinco estaban de pie, parados sobre las rocas mirando hacia la distancia mientras la luz del sol iba muriendo sobre las cosas.
—No lo sé muy bien, pero de pequeño, cuando se nos perdía alguna vaca, algún caballo y se metía en esas tierras mejor lo dábamos por perdido.
—¿Por qué? –quiso saber Carla.
—Nunca aparecían. Era como si el lugar se los hubiera tragado. Además, todo allí es como más oscuro. Esos árboles, en los troncos tienen unos puntos negros que parecen ojos. A mí me daban miedo. Nadie del Ocotal se acerca a ese pueblo. Viven como aislados en ese lugar. Pero dice mi padre, que su abuelo le contaba que había sido una importante zona minera a inicios del siglo veinte. En los años cincuenta fue cuando pasó algo raro allí y nadie recuerda qué o todos han muerto los de esa época.
—Excepto doña Petrona –dijo Mercedes recordando lo que les había dicho la madre del joven.
—Eso dicen mis padres, pero doña Petrona, tiene alzhéimer desde hace muchos años ya. Dudo que pueda contar la historia del lugar. Tiene setenta y tres años y dudo que en su memoria guarde muchos recuerdos de la infancia. Debió ser una niña cuando ocurrió lo que ocurrió en ese pueblo. Muchos dicen que fue en los años cincuenta, pero yo creo que fue aún mucho antes.
Parecía estar soñando cuando dijo eso.
—Pero bueno –dijo al fin— lo importante es que estamos aquí. Y hay que encender la fogata. Vayan preparando los malvaviscos.
Regresaron al campamento, que en realidad estaba a diez pasos de aquella orilla, y mientras José Juan se dedicaba a encender la fogata ellas entraron por los repelentes y algo abrigado. Aunque no estaba frío posiblemente lo estaría pronto.
Cuando la fogata estuvo encendida y visiblemente controlada se reunieron alrededor de ella sentados en piedras o en troncos viejos. La sensación de estar en esas épocas primitivas en las cuales el hombre apenas tenía un refugio donde vivir se instaló entre ellos. Comenzaron a platicar y como ocurre siempre en estos sitios y en esas circunstancias comenzaron a contar historias de miedo.
Katherine les contó alguna, supuesta experiencia personal de fantasmas, y en vez de sentir miedo lo único que experimentaron fue unas grandes ganas de reír. Al final tuvo que detener su relato, porque de enojada porque nadie la tomaba en serio, se puso a carcajear con todos.
Mercedes, después de que se hubieron calmado fue la que contó la historia que los hizo pensar antes de dormirse, tres horas después.
—Yo me sé una –dijo con su vocecita en medio del crepitara de las ramas y el bailoteo de las llamas en la hoguera—, pero no es mía sino de un libro que leí cuando estaba en tercero de ciclo.
—¡Cuéntalo! –le pidió Carla visiblemente interesada.
Los demás estuvieron de acuerdo.
—Creo que un buen cuento, como un buen chiste –dijo filosóficamente antes comenzar— dependen del lugar y de la ocasión en el que se cuenten.
Todos estuvieron de acuerdo.
—El cuento se llama El Wendigo y su autor se llama Algernon Blackwood quien murió en el año mil novecientos cincuenta y uno. El cuento fue escrito, creo, en los años treinta. Hace mucho ya.
Y comenzó el relato después de esta breve introducción. El cuento, en realidad no parecía causar miedo a medida que lo iba contando, pero comprendieron todos que lo que buscaba el autor era crear una especie de atmósfera de misterio en torno a los bosques, a la naturaleza de las cosas alejadas de la civilización. Al final no les causó terror, pero si una especie de aprehensión y respeto mudo por la naturaleza que les rodeaba. Y con esa sensación, casi a las nueve de la noche y cuando ya los mosquitos parecían haber encontrado la comida del día, decidieron meterse en las tiendas.
Anamaría se fue con sus amigas a la tienda colorida, pero le susurró a José Juan que la esperara en la verde.
—Lo siento chicas –les dijo—, pero me voy a dormir con él.
Ellas se miraron y no dijeron más que buenas noches, que te diviertas y cosas así, después se echaron a reír y entraron.
Anamaría se reunió de inmediato con José que la recibió con un cálido abrazo. Se metieron en la tienda y se acostaron de inmediato, pero sin ponerse a hacer travesuras. Por el día tenían suficiente con lo del maizal, lo que querían era estar el uno junto al otro y escucharse, sentirse.
La hoguera se fue extinguiendo en el exterior poco a poco hasta convertirse en un simple bultito de cenizas y de brasas que a su tiempo también fueron menguando. La noche era cálida y soplaba una suave brisa entre las hojas. Los grillos habían puesto empeño con su violín.
En el interior de las tiendas, uno a uno se fue quedando dormido. El relato del Wendigo, aunque nadie lo mencionara, les había impactado y ahora hacía su trabajo. Guardaron un profundo silencio ante la naturaleza.
—¿A qué horas piensan marcharse mañana? –le preguntó José Juan en un casi susurró a Anamaría. Ella estaba de espaldas a él, acurrucada contra su cuerpo.
—Por la tarde. Después del almuerzo.
—Ok. Yo llegaría el viernes a tu casa… ¿Está bien?
—Ujú… sí.
Y con la idea de que algo tenía que contarle a su nuevo, pero viejo, amor, Anamaría, cayó en un profundo sueño. Detrás de ella, José Juan lo hizo casi al mismo tiempo.

***
A las tres y treinta y tres de la madrugada, tal como lo había hecho veinticuatro horas antes, abrió los ojos y se ubicó en el espacio de inmediato. Vio moverse un poco la lona de la tienda desde el ángulo en el cual estaba su cabeza y un frío cortante llegó hasta la punta de su nariz. De repente sintió ganas de orinar. Se movió despacio bajo la manta que ocupaba junto al calorcito del cuerpo de José Juan. Éste, al notar el movimiento no se despertó, sólo se dio la vuelta para el otro lado y se acomodó.
“Hombres” pensó Anamaría con una sonrisa.
Se arrastró, gateando hacia el interior. Lo primero que notó fue que había una claridad parda. La luna seguía llena allá arriba y se filtraba por entre las miles de hojas de los árboles dándole a todo un aspecto como de fotografía en sepia verde. También, la hoguera se había extinguido del todo y sólo el círculo de piedras que la rodeaba permanecía tal cual.
Salió, se incorporó y escuchó algunos ronquidos suaves que provenían de la tienda de sus amigas. No estaba tan helado como había supuesto al sentir aquella sensación sobre la punta de la nariz. Buscó con la mirada algún sitio propicio para orinar y lo encontró un poco más allá de la hoguera apagada. Hacia allá fue. Iba descalza y con la ropa con la cual se había vestido por la tarde para la acampada. Sintió cosquillas bajo las plantas de los pies al roce de las hojas de pinos.
Llegó al sitio seleccionado y bajándose el pantalón se acurrucó. La posición respectiva para dichos menesteres. La sensación agradable del líquido al salir le causó un pequeño estremecimiento de placer y sonrió a la soledad de la madrugada.
Terminó de hacer lo propio y apenas se había abrochado la cremallera del vaquero cuando lo sintió.
Primero fue una especie de rama que se rompe y luego el olor a ropa mojada le inundó la nariz hasta el punto de hacerla lagrimear. Se llevó instintivamente las manos a la boca y a la nariz y se dio la vuelta.
No pudo gritar porque la visión y la fuerza que como una mano invisible se le metió en la cabeza la dominaron por completo. Convirtiéndola en una simple marioneta movida por otro, o por otros.
Enfrente a ella, unos diez pasos más allá, al fondo, entre los troncos de varios pinos aquel ser blanco de cuerpo alargado y patas de perro, o de león, con melena y rostro casi humano, ojos rojos, la miraba.
La impresión, el miedo, sólo duró un segundo, porque de inmediato, se sintió poseída por aquella fuerza poderosa. Ya no fue ella, o por lo menos, ya no tuvo control ni siquiera de su cuerpo. Así, el grito que iba a lanzar murió apenas imaginado.
El ser dio la vuelta hacia abajo y comenzó a caminar, el cuerpo de Anamaría comenzó a seguirlo de inmediato y sin preocuparse por los piquetes que las hojas de pino le causaban en la planta se perdieron en la oscuridad del bosque.

***

Media hora después de que Anamaría desapareciera bajando por entre los árboles, José Juan sintió la misma necesidad de ella por evacuar los riñones. Abrió los ojos y le extrañó no verla, o sentirla a su lado.
Salió pensando en que ella estaba haciendo lo mismo: orinando. Pero no la vio. Así que supuso que se había ido a la tienda de las otras chicas. Y sin saberlo llegó hasta el mismo sitio donde Anamaría había orinado y allí se decidió a realizar ese simple acto. Y mientras los meados salían en un hilo fino y se estrellaba contra el suelo captó el olor.
—¿Qué? –dijo.
Sintió que un frío subía desde los pies hasta la base de la cabeza. El olor le había despertado la comprensión.
Desde pequeño había escuchado historias que tenían que ver con aquel olor. Y siempre, esto no se los había contado a las muchachas, siempre que buscaban al animal perdido entre aquellos álamos tan raros, siempre aquel olor estaba esparcido por el lugar.
“Es el ente” solía decir la gente cada vez que, en aquellos años, les contaba acerca del olor. “Si lo sientes es porque él estuvo por allí”
Y cómo si una voz, esa misma que le había indicado que conocía a Anamaría desde tiempo ancestral, le dijera que se pusiera en movimiento, reaccionó.
—Oh, no –dijo en un susurro. Susurró que lanzó en el ambiente una bocanada de neblina blanca—. Eso se ha llevado a Ana… de nuevo. ¿De nuevo?
No lo pensó más y corriendo se acercó a la tienda de las muchachas y les dijo:
—¡Despierten! ¡Despierten! Algo se ha llevado a Ana.
Del interior de la tienda fueron surgiendo susurros adormilados.
José Juan corrió hacia su tienda, después de despertar a las muchachas. Se puso los zapatos, buscó una linterna y sin esperar más se echó a correr hacia el bosque. El olor a podrido aún se mantenía y eso era una buena señal para su propósito.
Cuando al fin Mercedes salió y asomó la cabeza lo vio justo en el momento que se perdía a toda velocidad saltando unas piedras. Eso fue todo. Después, como si todo hubiera sido un mal sueño intentó volver al interior pera ya sus compañeras estaban poniéndose las camisas las cuales se habían quitado para dormir más cómodas.
—¿Qué pasó? –preguntó Katherine aún adormilada.
—José Juan salió corriendo hacia el bosque –dijo Mercedes.
—¿Qué?, ¿qué? –preguntó Carla.
Sólo unos veinte minutos después cuando un gallo cantó a lo lejos, pero aún bajo la tenue luz de la luna se enteraron de lo sucedido.
Carla encendió de nuevo la fogata. Aún faltaba más de una hora para que a amaneciera y hacia frio.
—¿Qué fue lo que dijo José? –preguntó Katherine bostezando.
—Qué algo con Ana… pero no recuerdo qué.
—Pero no están –dijo Mercedes corroborando lo que ya sabían todas.
Habían llamado con gritos a Anamaría y a José, nada. Habían buscado juntas en los alrededores. Habían entrado a la tienda verde y revisada palmo a palmo con la ayuda de las linternas y nada. Allí lo único que había eran las cobijas, las zapatillas de Anamaría y nada más.
Después de gritar y esperar respuesta habían decidido esperar con la pregunta flotando entre ellos: ¿Qué había sucedido?

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