A las seis de la tarde, y después de haber
recorrido por aquel mismo sendero del día anterior, se habían adentrado a la
derecha, como buscando hacia el cerro que estaba detrás de La Casona. Aunque
habían dicho salir a las cinco, sólo en preparar la tienda de campaña, pues se
había salido de su bolsa les había llevado su buen tiempo.
Así pues, y con la ayuda de José Juan que parecía
un experto boy scout, las tiendas estuvieron levantadas unos veinte minutos
después de haber encontrado el sitio ideal. Dicho sitio estaba en la colina un
poco hacia el otro lado del cerro con lo cual no tenían visión hacia la
carretera ni nada de lo que estaba allí incluyendo la casa.
—Lo importante –dijo Carla— es sentir que estamos
lejos de la civilización. Aquí se respira un aire limpio y bondadoso.
—¿Bondadoso? –le preguntó Mercedes con su
sombrerito rosa.
—Bueno, limpio pues.
José Juan consiguió bastante leña para hacer una
pequeña fogata, la cual tenían planeado encender cuando la oscuridad se
apoderara de todo por completo. Pero dejó preparado el lugar haciendo un
círculo de con piedras, de unos cincuenta centímetros de ancho.
Las tiendas eran diferentes a todas luces. La que
las muchachas habían llevado era colorida y muy ancha, pero baja y la de José
Juan era de un solo color: verde oscuro como la de los militares y era como
para dos personas. Más alta y hasta parecía más gruesa. Ambas habían quedado
paralelas la una de la otra y sólo las separaba un par de metros.
El suelo estaba inyectado de hojas de pino en
abundancia y una que otra de roble. El claro donde se habían ubicado estaba
justo sobre unas rocas en la orilla y desde allí se podía observar el lomo del
cerro que tenían enfrente.
—Es extraño –dijo Katherine mirando hacia abajo,
parada sobre una de aquellas piedras.
—¿El qué? –preguntó Mercedes.
—Mira. Es como si una línea hubiera trazado esos
árboles allá abajo.
Señalaba, en efecto, lo que parecía una ilusión
óptica de la naturaleza. Abajo se veía la falda del cerro que tenían enfrente y
allí como si alguien hubiera pasado un pincel del color verde y rojo que se
entrelazaba entre las hojas de los árboles del lado donde ellas estaban se
separaba con nitidez de otros árboles aparentemente de hojas grises. Era como
cortar un pastel y ver una capa en el centro de otro sabor. Y esta capa gris se
tendía como un manto sobre el cerro del frente cubriéndolo y extendiéndose
mucho más allá del pico del mismo. Pero lo verdaderamente interesante y que
había llamado la atención de Katherine era esa aparente línea tan real que a lo
lejos se distinguía por los colores. Como hecha con un lápiz. Era inquietante.
—Todos esos son álamos –dijo José Juan acercándose
a sus espaldas, junto a él Anamaría abrazada como una lapa guio sus ojos hacia
dicho paisaje.
—Sí –dijo Mercedes mirando a Anamaría como
pidiéndole su consentimiento.
Anamaría recordó, vagamente, que, al entrar en
aquel territorio, una especie de sensación rara había sentido en todo el
cuerpo. Una sensación como de estar siendo vigilada por unos ojos invisibles y
escrutadores. Y volvió a prometerse, por tercera vez, que le contaría el sueño
a José Juan.
—El Álamo, el pueblo –continuó José Juan— está
justo detrás de ese cerro. Es un pueblo muy abandonado. Extraño.
—¿Cómo así? –preguntó Mercedes interesada.
Los cinco estaban de pie, parados sobre las rocas
mirando hacia la distancia mientras la luz del sol iba muriendo sobre las
cosas.
—No lo sé muy bien, pero de pequeño, cuando se nos
perdía alguna vaca, algún caballo y se metía en esas tierras mejor lo dábamos
por perdido.
—¿Por qué? –quiso saber Carla.
—Nunca aparecían. Era como si el lugar se los
hubiera tragado. Además, todo allí es como más oscuro. Esos árboles, en los
troncos tienen unos puntos negros que parecen ojos. A mí me daban miedo. Nadie
del Ocotal se acerca a ese pueblo. Viven como aislados en ese lugar. Pero dice
mi padre, que su abuelo le contaba que había sido una importante zona minera a
inicios del siglo veinte. En los años cincuenta fue cuando pasó algo raro allí
y nadie recuerda qué o todos han muerto los de esa época.
—Excepto doña Petrona –dijo Mercedes recordando lo
que les había dicho la madre del joven.
—Eso dicen mis padres, pero doña Petrona, tiene
alzhéimer desde hace muchos años ya. Dudo que pueda contar la historia del
lugar. Tiene setenta y tres años y dudo que en su memoria guarde muchos
recuerdos de la infancia. Debió ser una niña cuando ocurrió lo que ocurrió en
ese pueblo. Muchos dicen que fue en los años cincuenta, pero yo creo que fue
aún mucho antes.
Parecía estar soñando cuando dijo eso.
—Pero bueno –dijo al fin— lo importante es que
estamos aquí. Y hay que encender la fogata. Vayan preparando los malvaviscos.
Regresaron al campamento, que en realidad estaba a
diez pasos de aquella orilla, y mientras José Juan se dedicaba a encender la
fogata ellas entraron por los repelentes y algo abrigado. Aunque no estaba frío
posiblemente lo estaría pronto.
Cuando la fogata estuvo encendida y visiblemente
controlada se reunieron alrededor de ella sentados en piedras o en troncos
viejos. La sensación de estar en esas épocas primitivas en las cuales el hombre
apenas tenía un refugio donde vivir se instaló entre ellos. Comenzaron a
platicar y como ocurre siempre en estos sitios y en esas circunstancias
comenzaron a contar historias de miedo.
Katherine les contó alguna, supuesta experiencia
personal de fantasmas, y en vez de sentir miedo lo único que experimentaron fue
unas grandes ganas de reír. Al final tuvo que detener su relato, porque de
enojada porque nadie la tomaba en serio, se puso a carcajear con todos.
Mercedes, después de que se hubieron calmado fue la
que contó la historia que los hizo pensar antes de dormirse, tres horas
después.
—Yo me sé una –dijo con su vocecita en medio del
crepitara de las ramas y el bailoteo de las llamas en la hoguera—, pero no es
mía sino de un libro que leí cuando estaba en tercero de ciclo.
—¡Cuéntalo! –le pidió Carla visiblemente
interesada.
Los demás estuvieron de acuerdo.
—Creo que un buen cuento, como un buen chiste –dijo
filosóficamente antes comenzar— dependen del lugar y de la ocasión en el que se
cuenten.
Todos estuvieron de acuerdo.
—El cuento se llama El Wendigo y su autor se llama
Algernon Blackwood quien murió en el año mil novecientos cincuenta y uno. El
cuento fue escrito, creo, en los años treinta. Hace mucho ya.
Y comenzó el relato después de esta breve
introducción. El cuento, en realidad no parecía causar miedo a medida que lo
iba contando, pero comprendieron todos que lo que buscaba el autor era crear
una especie de atmósfera de misterio en torno a los bosques, a la naturaleza de
las cosas alejadas de la civilización. Al final no les causó terror, pero si
una especie de aprehensión y respeto mudo por la naturaleza que les rodeaba. Y
con esa sensación, casi a las nueve de la noche y cuando ya los mosquitos parecían
haber encontrado la comida del día, decidieron meterse en las tiendas.
Anamaría se fue con sus amigas a la tienda
colorida, pero le susurró a José Juan que la esperara en la verde.
—Lo siento chicas –les dijo—, pero me voy a dormir
con él.
Ellas se miraron y no dijeron más que buenas
noches, que te diviertas y cosas así, después se echaron a reír y entraron.
Anamaría se reunió de inmediato con José que la
recibió con un cálido abrazo. Se metieron en la tienda y se acostaron de
inmediato, pero sin ponerse a hacer travesuras. Por el día tenían suficiente
con lo del maizal, lo que querían era estar el uno junto al otro y escucharse,
sentirse.
La hoguera se fue extinguiendo en el exterior poco
a poco hasta convertirse en un simple bultito de cenizas y de brasas que a su
tiempo también fueron menguando. La noche era cálida y soplaba una suave brisa
entre las hojas. Los grillos habían puesto empeño con su violín.
En el interior de las tiendas, uno a uno se fue
quedando dormido. El relato del Wendigo, aunque nadie lo mencionara, les había
impactado y ahora hacía su trabajo. Guardaron un profundo silencio ante la
naturaleza.
—¿A qué horas piensan marcharse mañana? –le
preguntó José Juan en un casi susurró a Anamaría. Ella estaba de espaldas a él,
acurrucada contra su cuerpo.
—Por la tarde. Después del almuerzo.
—Ok. Yo llegaría el viernes a tu casa… ¿Está bien?
—Ujú… sí.
Y con la idea de que algo tenía que contarle a su
nuevo, pero viejo, amor, Anamaría, cayó en un profundo sueño. Detrás de ella,
José Juan lo hizo casi al mismo tiempo.
***
A las tres y treinta y tres de la madrugada, tal
como lo había hecho veinticuatro horas antes, abrió los ojos y se ubicó en el
espacio de inmediato. Vio moverse un poco la lona de la tienda desde el ángulo
en el cual estaba su cabeza y un frío cortante llegó hasta la punta de su
nariz. De repente sintió ganas de orinar. Se movió despacio bajo la manta que
ocupaba junto al calorcito del cuerpo de José Juan. Éste, al notar el
movimiento no se despertó, sólo se dio la vuelta para el otro lado y se
acomodó.
“Hombres” pensó Anamaría con una sonrisa.
Se arrastró, gateando hacia el interior. Lo primero
que notó fue que había una claridad parda. La luna seguía llena allá arriba y
se filtraba por entre las miles de hojas de los árboles dándole a todo un
aspecto como de fotografía en sepia verde. También, la hoguera se había
extinguido del todo y sólo el círculo de piedras que la rodeaba permanecía tal
cual.
Salió, se incorporó y escuchó algunos ronquidos
suaves que provenían de la tienda de sus amigas. No estaba tan helado como
había supuesto al sentir aquella sensación sobre la punta de la nariz. Buscó
con la mirada algún sitio propicio para orinar y lo encontró un poco más allá
de la hoguera apagada. Hacia allá fue. Iba descalza y con la ropa con la cual
se había vestido por la tarde para la acampada. Sintió cosquillas bajo las
plantas de los pies al roce de las hojas de pinos.
Llegó al sitio seleccionado y bajándose el pantalón
se acurrucó. La posición respectiva para dichos menesteres. La sensación
agradable del líquido al salir le causó un pequeño estremecimiento de placer y
sonrió a la soledad de la madrugada.
Terminó de hacer lo propio y apenas se había
abrochado la cremallera del vaquero cuando lo sintió.
Primero fue una especie de rama que se rompe y
luego el olor a ropa mojada le inundó la nariz hasta el punto de hacerla
lagrimear. Se llevó instintivamente las manos a la boca y a la nariz y se dio
la vuelta.
No pudo gritar porque la visión y la fuerza que
como una mano invisible se le metió en la cabeza la dominaron por completo.
Convirtiéndola en una simple marioneta movida por otro, o por otros.
Enfrente a ella, unos diez pasos más allá, al
fondo, entre los troncos de varios pinos aquel ser blanco de cuerpo alargado y
patas de perro, o de león, con melena y rostro casi humano, ojos rojos, la
miraba.
La impresión, el miedo, sólo duró un segundo,
porque de inmediato, se sintió poseída por aquella fuerza poderosa. Ya no fue
ella, o por lo menos, ya no tuvo control ni siquiera de su cuerpo. Así, el
grito que iba a lanzar murió apenas imaginado.
El ser dio la vuelta hacia abajo y comenzó a
caminar, el cuerpo de Anamaría comenzó a seguirlo de inmediato y sin
preocuparse por los piquetes que las hojas de pino le causaban en la planta se
perdieron en la oscuridad del bosque.
***
Media hora después de que Anamaría desapareciera
bajando por entre los árboles, José Juan sintió la misma necesidad de ella por
evacuar los riñones. Abrió los ojos y le extrañó no verla, o sentirla a su
lado.
Salió pensando en que ella estaba haciendo lo
mismo: orinando. Pero no la vio. Así que supuso que se había ido a la tienda de
las otras chicas. Y sin saberlo llegó hasta el mismo sitio donde Anamaría había
orinado y allí se decidió a realizar ese simple acto. Y mientras los meados
salían en un hilo fino y se estrellaba contra el suelo captó el olor.
—¿Qué? –dijo.
Sintió que un frío subía desde los pies hasta la
base de la cabeza. El olor le había despertado la comprensión.
Desde pequeño había escuchado historias que tenían
que ver con aquel olor. Y siempre, esto no se los había contado a las
muchachas, siempre que buscaban al animal perdido entre aquellos álamos tan
raros, siempre aquel olor estaba esparcido por el lugar.
“Es el ente” solía decir la gente cada vez que, en
aquellos años, les contaba acerca del olor. “Si lo sientes es porque él estuvo
por allí”
Y cómo si una voz, esa misma que le había indicado
que conocía a Anamaría desde tiempo ancestral, le dijera que se pusiera en
movimiento, reaccionó.
—Oh, no –dijo en un susurro. Susurró que lanzó en
el ambiente una bocanada de neblina blanca—. Eso se ha llevado a Ana… de nuevo.
¿De nuevo?
No lo pensó más y corriendo se acercó a la tienda
de las muchachas y les dijo:
—¡Despierten! ¡Despierten! Algo se ha llevado a
Ana.
Del interior de la tienda fueron surgiendo susurros
adormilados.
José Juan corrió hacia su tienda, después de
despertar a las muchachas. Se puso los zapatos, buscó una linterna y sin
esperar más se echó a correr hacia el bosque. El olor a podrido aún se mantenía
y eso era una buena señal para su propósito.
Cuando al fin Mercedes salió y asomó la cabeza lo
vio justo en el momento que se perdía a toda velocidad saltando unas piedras.
Eso fue todo. Después, como si todo hubiera sido un mal sueño intentó volver al
interior pera ya sus compañeras estaban poniéndose las camisas las cuales se
habían quitado para dormir más cómodas.
—¿Qué pasó? –preguntó Katherine aún adormilada.
—José Juan salió corriendo hacia el bosque –dijo
Mercedes.
—¿Qué?, ¿qué? –preguntó Carla.
Sólo unos veinte minutos después cuando un gallo
cantó a lo lejos, pero aún bajo la tenue luz de la luna se enteraron de lo
sucedido.
Carla encendió de nuevo la fogata. Aún faltaba más
de una hora para que a amaneciera y hacia frio.
—¿Qué fue lo que dijo José? –preguntó Katherine
bostezando.
—Qué algo con Ana… pero no recuerdo qué.
—Pero no están –dijo Mercedes corroborando lo que
ya sabían todas.
Habían llamado con gritos a Anamaría y a José,
nada. Habían buscado juntas en los alrededores. Habían entrado a la tienda
verde y revisada palmo a palmo con la ayuda de las linternas y nada. Allí lo
único que había eran las cobijas, las zapatillas de Anamaría y nada más.
Después
de gritar y esperar respuesta habían decidido esperar con la pregunta flotando
entre ellos: ¿Qué había sucedido?
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