miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 11





Juan José, a las cuatro de la mañana, de un jueves que parecía comenzar mal, había iniciado la persecución por entre los pinos, robles y encinos del cerro cercano a la Casona, guiado por el tufo a podrido, pero cuando el sol comenzaba a aparecer ya llevaba más de media hora de correr por entre los troncos de los álamos.
Se había detenido en varias ocasiones para mirar el suelo y comprobar en efecto que, por allí, y aun con el tufo aquel, había pasado Anamaría. Algo, desde muy hondo, le decía que su nueva novia estaba en peligro. En un peligro mortal.
“Cuando ese animal se lleva algo –decían en el pueblo—ya nunca más se le vuelve a ver”
Como el ganado perdido durante su niñez.
“Tengo que alcanzarla, tengo que alcanzarla” se decía a cada segundo y apretaba un poco más el paso.
En alguna de las paradas que hizo en medio de aquel tenebroso bosque le pareció ver rastro de sangre. Pero era imposible distinguirla del color de la tierra que tenía un tinte entre naranja y rojo a la luz de la lámpara. No se detuvo a pensar si lo era o no. Siguió corriendo como loco siguiendo el rastro dejado por los pies que de vez en cuando veía, pero sobre todo por el olor a podrido. Era un olor tan fuerte y tan desagradable que estuvo varias veces a punto de vomitar. Pero se contuvo. Una sola idea debía ocupar su mente: alcanzarlos.
¿Qué haría después?
No lo sabía, pero algo se le ocurriría. Lo importante ahora era verlos. Atraparlos de alguna manera.
“Nunca vuelve” esa era la frase lapidaria que rebotaban como una pelota loca en su cabeza. Y por eso corría como un poseso detrás de sus huellas. No, ahora que la había encontrado no podía dejarla ir. ¿Cuántas veces en sueños la había visto? ¿Cuántas veces la había presentido? ¿Cuántos vacíos sin ella?
A cada paso que daba sentía que ella más se alejaba. Pero ¿Hacia dónde iba? No había senderos por entre aquellos altos árboles de álamo. El sol comenzaba a aparecer y aún no veía nada de ella. Sólo huellas dispersas aquí y allá. ¿Para qué se las llevaba?
El corazón parecía querer reventársele en el pecho por la carrera y por la angustia.
Llegó el nuevo día y él seguía corriendo por aquel cerro sin ver nada más que álamos.
Llego a la cima de aquel cerro que miraran la noche anterior y luego comenzó a bajar a toda prisa sin dejar de oler ni ver hacia la tierra roja. Llevaba la linterna encendida en plena mañana y cuando se enteró la apagó. Recordó un consejo de su madre cada vez que dejaban alguna luz encendida en el pasillo: “Cuando no se necesita algo se apaga porque se gasta”
No creía que la muchacha fuera corriendo, el problema era que ella se había levantado mucho más temprano ¿Cuánto tiempo le llevaban de ventaja?
Sintió que las esperanzas renacían en el fondo de su alma cuando a lo lejos, allá al fondo, aún entre los copos de los altos álamos vio la torre de la vieja iglesia del Álamo. Seguramente hacía allá se dirigían. Perdió de vista aquel objeto y redobló sus esfuerzos.

***

Cuando José Juan miró la torre de la iglesia, a un kilómetro del lugar de donde estaba, si se hubiera detenido un par de minutos hubiera visto la extraña pareja que salía de la foresta y encaminada sus pasos hacia el centro de la aldea.
Anamaría caminaba detrás del animal o bestia aquella de cuerpo alargado quien abría la marca a un paso regular debido a que la mujer que iba tras él no podría seguirle el verdadero ritmo. Salieron al camino después de haber saltado un cerco de piedras de un metro de altura. En ningún momento la mujer se había detenido y aunque tenía las plantas de los pies ensangrentadas y peladas no se había quejado. Aunque no podía, claro.
Avanzaron por el centro de la calle. Una calle vieja y llena de piedras rojizas que fueron absorbiendo cada vez que caía sobre ellas, la poca sangre de los pies de la mujer. El sol estaba saliendo por sobre los cerros y aquella criatura estaba urgida por llegar al cubil. Dentro de poco ya no podría soportar más aquella claridad.
Después de pasar por enfrente de varios portones de madera ennegrecidos por el tiempo y los elementos y con cercos de piedras, que resguardaban casas abandonadas y enmohecidas al igual que las piedras de los muros, llegaron hasta una pequeña placita. Enfrente a ésta estaba la iglesia. Una iglesia pequeña y de una sola torre donde, en la cima, reposaba sobre el piso una campana de aspecto oscuro. No había una cruz en la cima de la fachada ni en las grandes puertas de madera antigua. El color de las paredes era casi amarillento y aquellas horas de la mañana parecía gris.
El animal, o lo que fuera aquella cosa de cuerpo alargado caminó directamente hacia la parte trasera de la ermita y sin detenerse a tomar decisiones empujó la puerta que allí había. Una puerta que en el pasado seguramente llevaba hacia la sacristía, el lugar donde el sacerdote y los acólitos se preparaban para salir a misa.
Anamaría, o lo que fuera que la llevara en ese momento, lo siguió y entró tras él dejando que la puerta se cerrara a sus espaldas con un ruido suave. Antes de entrar pisó un pedazo de vidrio verde. Algo dejado allí por alguien sin ton ni son, pero con un motivo para el universo. Se le abrió una herida un poco mayor que las recibidas por los rasguños de las piedras durante todo el trayecto y una línea de sangre más grande comenzó a fluir creando, a partir de la mitad de la estancia una media huella rojiza.
El animal continuó avanzando por entre la penumbra del lugar y se encaminó hacia la puerta que conducía hacia la nave más grande del templo. Esta puerta yacía justo detrás de una especie de panel de madera que se elevaba a unos dos metros de la pared. Estaba en el suelo, podrida y destartalada como si fuera de papel, desgarrada por dientes filosos.
El animal entró en aquella estancia y Anamaría le siguió sin voluntad.
La nave principal de la antigua ermita era muy pequeña y en ella sólo contenía una especie de altar de piedra roja justo enfrente de aquel panel. Ese, en sus tiempos pasados, había sido el lugar donde un sacerdote católico celebraba el ritual de la misa y ahora yacía olvidado y quizás profanado.
Hacia el fondo estaba el espacio que servía a los feligreses. Había unas ocho bancas podridas, de madera y casi en ruinas. Cuatro en cada ala del espacio. En sus buenos tiempos, también, quizás muchas personas recibían allí sentados las bendiciones, regaños y reflexiones de los sacerdotes. Ahora aquello estaba cubierto de polvo y olvido.
El olor a tela podrida era muy, muy intenso y si Anamaría no hubiera ido en aquella especie de trance la hubiera hecho vomitar de inmediato.
El animal llego hasta el altar, lo miró con sus ojos casi humanos y enrojecidos y luego avanzó hacia la izquierda, bajando el único escalón que separaba el altar del salón. Allí, a unos dos metros del escalón, y casi pegado a la pared de ese lado había una especie de agujero hecho con las garras.
Era una especie de madriguera y la tierra que había salido de su interior, al menos un poco, yacía pegada en los bordes de la pared.
El animal, sin detenerse a meditar en los misterios del universo, ni nada parecido, entró y desapareció allí. Anamaría le siguió sin protestar, porque no estaba en su capacidad actual. Entró caminando erguida y a medida que lo hacía su cuerpo parecía ir bajando escalones.
Desapareció por completo engullida por la oscuridad.

***

En el momento justo en el que Anamaría desaparecía en el interior de aquel agujero José Juan llegaba hasta el muro de piedra de un metro de altura. Se agachó y con fuerza aspiró oxígeno. Le dolía el pecho, pero no podía parar, aún no. De un brinco saltó el muro y cayó al otro lado. Allí había una huella, era muy clara. Habían tomado hacia el centro del pueblo. Un pueblo muerto, eso solía decir su padre al referirse a aquel lugar.
Eso parecía a primera luz del nuevo día. Pero él tampoco podía detenerse a pensar al respecto. Corrió de nuevo y en menos de cinco minutos estuvo ante la ermita. La miró con curiosidad y miedo. Era un edificio viejo y gris como el mismo pueblo. Todos sabían de la existencia de aquel lugar, pero nadie tenía la costumbre de pasar por allí. Un lugar muerto.
Buscó huellas por sobre la tierra dura y vio una mancha de sangre que iba, en intervalos irregulares hacia la parte de atrás del edificio. Allá fue tratando de dominar el dolor que tenía en un costado.
Llegó hasta la puerta de la sacristía y de inmediato vio el vidrio y la sangre. Se agachó y tocó aquel líquido: estaba aún sin coagular. Eso significaba que acababa de entrar allí. Empujó la puerta con fuerza y lo mismo hizo él al dar el primer paso en el interior de aquel recinto. La huella más clara del pie de Anamaría estaba allí, en el centro del recinto. La puerta se cerró a sus espaldas y por pura inercia encendió la linterna.
Llegó a la huella y echó un haz de luz sobre los demás pasos. Iban hacia la puerta que estaba a la derecha. Siguió avanzando.
Entró al salón y el olor era intensísimo, tanto que hacía lagrimear los ojos.
—Oh, mierda –dijo y al recordar donde estaba rectificó—: lo siento Dios. Perdón.
Rodeado por aquella pestilencia avanzó por la derecha y apareció a su izquierda, después de aquel panel, una especie de altar conformado por una enorme roca roja. Alumbró hacia el frente, bancos desvencijados, luego hacia el techo. Nada.
Fue de un lado al otro del altar alumbrando hacia todos lados y cuando localizó el agujero aquel en el piso se lanzó de inmediato en su interior. No había tiempo que perder si quería encontrar a Anamaría.
La linterna era muy poco para la intensidad de la negrura que reinaba allí. Se trataba de una especie de cueva diminuta que primero descendía unos diez metros. Como una especie de rampa y luego se enderezaba hasta quedar en un ángulo normal por donde se caminaba normal. Hasta allí llegó José y dejó que la lámpara iluminara hacia el fondo. Era un túnel que se perdía en la distancia, pero allá, como a unos treinta metros vislumbró algo y ese algo lo vislumbró a él y rugió haciendo estremecer los cimientos de las paredes que no estaban distanciadas una de otra más que un metro y medio.
Lo que iba adelante rugió y era escalofriante, como escuchar miles de voces pidiendo ayuda desde el infierno. Pero no podía retroceder, aunque quisiera. Anamaría estaba allí, y él no podía dejarla. Era su responsabilidad estar allí. Era su misión en la vida. Algo se lo decía.
—¡Ana! –gritó.
La voz se alejó, rebotó miles de veces y regresó a él con una cadencia inusitada. Como si hubiera ido hasta un lugar tenebroso y millones de locos le contestaran con la misma palabra.
En respuesta, después del eco volvió a escuchar aquel rugido bestial que hizo retumbar de nuevo la estructura de las paredes de tierra. El aire era casi sólido. Apestaba y no estaba seguro si una persona podría vivir allí mucho tiempo respirándolo. Seguro la respuesta era no.
Iluminándose con la poca luz que le brindaba aquella lámpara comenzó a avanzar de nuevo. Estaba muerto de miedo, pero al mismo tiempo sabía que Anamaría también lo estaría en aquellas circunstancias y ella estaba allá en el fondo. Su corazón, y su amor, lo impulsaban a seguir hacia adelante.
Muchos enamorados dicen: por ti iría hasta el fin del mundo, pero en la realidad es una promesa que muy pocos cumplen. Allí estaba él sin haberlo prometido, pero aferrado a la idea de recuperar a su amor.

***

Cuando aquella bestia blanca y alargada, más parecida a un dragón de los antiguos orientales, escuchó la voz a sus espaldas se detuvo y justo detrás de ella, la mujer. Alguien los seguía. Alguien se atrevía a entrar a sus dominios. Gruñó y dobló su cabeza para mirar de quién se trataba. La figura de la mujer se interrumpía entre él y lo que fuera que venía detrás. Pero aquello traía una de esas cosas de luz que tanto le molestaban. Gruñó de nuevo.
Deslizándose como una serpiente, retrayendo las patas, pasó por un lado de la mujer y trató de localizar al intruso de la luz. Gruñó y rugió con fuerza como para demostrarle que por allí no se podía pasar.
Pero el individuo volvió a gritar y eso lo enervó aún más. Volvió a rugir con cólera. ¿Quién se atrevía a entrar en sus reinos? Debía comer y aquella mujer, que tenía un olor tan antiguo como su propia existencia, era apetecible.
La luz que aquel hombre, porque eso era, un hombre, echaba sobre él era molesta y parecía querer avanzar hacia donde él estaba. Eso no se lo podía permitir. El problema era que si centraba la atención en él perdería el dominio que sobre ella tenía. La voluntad de un ser humano era muy fácil de controlar, pero no se podía hacer con dos a la vez, a menos que hubiera comido y eso hacía mucho tiempo que no lo hacía.
¿Y si se lo comía a él? Dejaría de reserva a la mujer para tiempos posteriores. Podía darse ese lujo a pesar de la gran cantidad de huesos que había en el fondo de su madriguera. Habría espacio para otros más.
Y con una especie de sonrisa casi humana echó a andar hacia la luz redonda y la voz angustiada. Olía a miedo, y eso era bueno, le daba a la carne un mejor sabor. Sus pasos fueron lentos al principio, y luego agarró una veloz carrera. Las paredes comenzaron a retumbar de nuevo.

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