Juan José, a las cuatro de la mañana, de un jueves
que parecía comenzar mal, había iniciado la persecución por entre los pinos,
robles y encinos del cerro cercano a la Casona, guiado por el tufo a podrido,
pero cuando el sol comenzaba a aparecer ya llevaba más de media hora de correr
por entre los troncos de los álamos.
Se había detenido en varias ocasiones para mirar el
suelo y comprobar en efecto que, por allí, y aun con el tufo aquel, había
pasado Anamaría. Algo, desde muy hondo, le decía que su nueva novia estaba en
peligro. En un peligro mortal.
“Cuando ese animal se lleva algo –decían en el
pueblo—ya nunca más se le vuelve a ver”
Como el ganado perdido durante su niñez.
“Tengo que alcanzarla, tengo que alcanzarla” se
decía a cada segundo y apretaba un poco más el paso.
En alguna de las paradas que hizo en medio de aquel
tenebroso bosque le pareció ver rastro de sangre. Pero era imposible
distinguirla del color de la tierra que tenía un tinte entre naranja y rojo a
la luz de la lámpara. No se detuvo a pensar si lo era o no. Siguió corriendo
como loco siguiendo el rastro dejado por los pies que de vez en cuando veía,
pero sobre todo por el olor a podrido. Era un olor tan fuerte y tan
desagradable que estuvo varias veces a punto de vomitar. Pero se contuvo. Una
sola idea debía ocupar su mente: alcanzarlos.
¿Qué haría después?
No lo sabía, pero algo se le ocurriría. Lo
importante ahora era verlos. Atraparlos de alguna manera.
“Nunca vuelve” esa era la frase lapidaria que
rebotaban como una pelota loca en su cabeza. Y por eso corría como un poseso
detrás de sus huellas. No, ahora que la había encontrado no podía dejarla ir.
¿Cuántas veces en sueños la había visto? ¿Cuántas veces la había presentido?
¿Cuántos vacíos sin ella?
A cada paso que daba sentía que ella más se
alejaba. Pero ¿Hacia dónde iba? No había senderos por entre aquellos altos
árboles de álamo. El sol comenzaba a aparecer y aún no veía nada de ella. Sólo
huellas dispersas aquí y allá. ¿Para qué se las llevaba?
El corazón parecía querer reventársele en el pecho
por la carrera y por la angustia.
Llegó el nuevo día y él seguía corriendo por aquel
cerro sin ver nada más que álamos.
Llego a la cima de aquel cerro que miraran la noche
anterior y luego comenzó a bajar a toda prisa sin dejar de oler ni ver hacia la
tierra roja. Llevaba la linterna encendida en plena mañana y cuando se enteró
la apagó. Recordó un consejo de su madre cada vez que dejaban alguna luz
encendida en el pasillo: “Cuando no se necesita algo se apaga porque se gasta”
No creía que la muchacha fuera corriendo, el
problema era que ella se había levantado mucho más temprano ¿Cuánto tiempo le
llevaban de ventaja?
Sintió que las esperanzas renacían en el fondo de
su alma cuando a lo lejos, allá al fondo, aún entre los copos de los altos
álamos vio la torre de la vieja iglesia del Álamo. Seguramente hacía allá se
dirigían. Perdió de vista aquel objeto y redobló sus esfuerzos.
***
Cuando José Juan miró la torre de la iglesia, a un
kilómetro del lugar de donde estaba, si se hubiera detenido un par de minutos
hubiera visto la extraña pareja que salía de la foresta y encaminada sus pasos
hacia el centro de la aldea.
Anamaría caminaba detrás del animal o bestia
aquella de cuerpo alargado quien abría la marca a un paso regular debido a que
la mujer que iba tras él no podría seguirle el verdadero ritmo. Salieron al
camino después de haber saltado un cerco de piedras de un metro de altura. En
ningún momento la mujer se había detenido y aunque tenía las plantas de los
pies ensangrentadas y peladas no se había quejado. Aunque no podía, claro.
Avanzaron por el centro de la calle. Una calle
vieja y llena de piedras rojizas que fueron absorbiendo cada vez que caía sobre
ellas, la poca sangre de los pies de la mujer. El sol estaba saliendo por sobre
los cerros y aquella criatura estaba urgida por llegar al cubil. Dentro de poco
ya no podría soportar más aquella claridad.
Después de pasar por enfrente de varios portones de
madera ennegrecidos por el tiempo y los elementos y con cercos de piedras, que
resguardaban casas abandonadas y enmohecidas al igual que las piedras de los
muros, llegaron hasta una pequeña placita. Enfrente a ésta estaba la iglesia.
Una iglesia pequeña y de una sola torre donde, en la cima, reposaba sobre el
piso una campana de aspecto oscuro. No había una cruz en la cima de la fachada
ni en las grandes puertas de madera antigua. El color de las paredes era casi
amarillento y aquellas horas de la mañana parecía gris.
El animal, o lo que fuera aquella cosa de cuerpo
alargado caminó directamente hacia la parte trasera de la ermita y sin
detenerse a tomar decisiones empujó la puerta que allí había. Una puerta que en
el pasado seguramente llevaba hacia la sacristía, el lugar donde el sacerdote y
los acólitos se preparaban para salir a misa.
Anamaría, o lo que fuera que la llevara en ese
momento, lo siguió y entró tras él dejando que la puerta se cerrara a sus
espaldas con un ruido suave. Antes de entrar pisó un pedazo de vidrio verde.
Algo dejado allí por alguien sin ton ni son, pero con un motivo para el
universo. Se le abrió una herida un poco mayor que las recibidas por los
rasguños de las piedras durante todo el trayecto y una línea de sangre más
grande comenzó a fluir creando, a partir de la mitad de la estancia una media
huella rojiza.
El animal continuó avanzando por entre la penumbra
del lugar y se encaminó hacia la puerta que conducía hacia la nave más grande
del templo. Esta puerta yacía justo detrás de una especie de panel de madera
que se elevaba a unos dos metros de la pared. Estaba en el suelo, podrida y
destartalada como si fuera de papel, desgarrada por dientes filosos.
El animal entró en aquella estancia y Anamaría le
siguió sin voluntad.
La nave principal de la antigua ermita era muy
pequeña y en ella sólo contenía una especie de altar de piedra roja justo
enfrente de aquel panel. Ese, en sus tiempos pasados, había sido el lugar donde
un sacerdote católico celebraba el ritual de la misa y ahora yacía olvidado y
quizás profanado.
Hacia el fondo estaba el espacio que servía a los
feligreses. Había unas ocho bancas podridas, de madera y casi en ruinas. Cuatro
en cada ala del espacio. En sus buenos tiempos, también, quizás muchas personas
recibían allí sentados las bendiciones, regaños y reflexiones de los
sacerdotes. Ahora aquello estaba cubierto de polvo y olvido.
El olor a tela podrida era muy, muy intenso y si
Anamaría no hubiera ido en aquella especie de trance la hubiera hecho vomitar
de inmediato.
El animal llego hasta el altar, lo miró con sus
ojos casi humanos y enrojecidos y luego avanzó hacia la izquierda, bajando el
único escalón que separaba el altar del salón. Allí, a unos dos metros del
escalón, y casi pegado a la pared de ese lado había una especie de agujero
hecho con las garras.
Era una especie de madriguera y la tierra que había
salido de su interior, al menos un poco, yacía pegada en los bordes de la
pared.
El animal, sin detenerse a meditar en los misterios
del universo, ni nada parecido, entró y desapareció allí. Anamaría le siguió
sin protestar, porque no estaba en su capacidad actual. Entró caminando erguida
y a medida que lo hacía su cuerpo parecía ir bajando escalones.
Desapareció por completo engullida por la
oscuridad.
***
En el momento justo en el que Anamaría desaparecía
en el interior de aquel agujero José Juan llegaba hasta el muro de piedra de un
metro de altura. Se agachó y con fuerza aspiró oxígeno. Le dolía el pecho, pero
no podía parar, aún no. De un brinco saltó el muro y cayó al otro lado. Allí había
una huella, era muy clara. Habían tomado hacia el centro del pueblo. Un pueblo
muerto, eso solía decir su padre al referirse a aquel lugar.
Eso parecía a primera luz del nuevo día. Pero él
tampoco podía detenerse a pensar al respecto. Corrió de nuevo y en menos de
cinco minutos estuvo ante la ermita. La miró con curiosidad y miedo. Era un
edificio viejo y gris como el mismo pueblo. Todos sabían de la existencia de
aquel lugar, pero nadie tenía la costumbre de pasar por allí. Un lugar muerto.
Buscó huellas por sobre la tierra dura y vio una
mancha de sangre que iba, en intervalos irregulares hacia la parte de atrás del
edificio. Allá fue tratando de dominar el dolor que tenía en un costado.
Llegó hasta la puerta de la sacristía y de
inmediato vio el vidrio y la sangre. Se agachó y tocó aquel líquido: estaba aún
sin coagular. Eso significaba que acababa de entrar allí. Empujó la puerta con
fuerza y lo mismo hizo él al dar el primer paso en el interior de aquel
recinto. La huella más clara del pie de Anamaría estaba allí, en el centro del
recinto. La puerta se cerró a sus espaldas y por pura inercia encendió la
linterna.
Llegó a la huella y echó un haz de luz sobre los
demás pasos. Iban hacia la puerta que estaba a la derecha. Siguió avanzando.
Entró al salón y el olor era intensísimo, tanto que
hacía lagrimear los ojos.
—Oh, mierda –dijo y al recordar donde estaba
rectificó—: lo siento Dios. Perdón.
Rodeado por aquella pestilencia avanzó por la
derecha y apareció a su izquierda, después de aquel panel, una especie de altar
conformado por una enorme roca roja. Alumbró hacia el frente, bancos
desvencijados, luego hacia el techo. Nada.
Fue de un lado al otro del altar alumbrando hacia
todos lados y cuando localizó el agujero aquel en el piso se lanzó de inmediato
en su interior. No había tiempo que perder si quería encontrar a Anamaría.
La linterna era muy poco para la intensidad de la
negrura que reinaba allí. Se trataba de una especie de cueva diminuta que
primero descendía unos diez metros. Como una especie de rampa y luego se
enderezaba hasta quedar en un ángulo normal por donde se caminaba normal. Hasta
allí llegó José y dejó que la lámpara iluminara hacia el fondo. Era un túnel
que se perdía en la distancia, pero allá, como a unos treinta metros vislumbró algo
y ese algo lo vislumbró a él y rugió haciendo estremecer los cimientos de las paredes
que no estaban distanciadas una de otra más que un metro y medio.
Lo que iba adelante rugió y era escalofriante, como
escuchar miles de voces pidiendo ayuda desde el infierno. Pero no podía retroceder,
aunque quisiera. Anamaría estaba allí, y él no podía dejarla. Era su
responsabilidad estar allí. Era su misión en la vida. Algo se lo decía.
—¡Ana! –gritó.
La voz se alejó, rebotó miles de veces y regresó a
él con una cadencia inusitada. Como si hubiera ido hasta un lugar tenebroso y
millones de locos le contestaran con la misma palabra.
En respuesta, después del eco volvió a escuchar
aquel rugido bestial que hizo retumbar de nuevo la estructura de las paredes de
tierra. El aire era casi sólido. Apestaba y no estaba seguro si una persona
podría vivir allí mucho tiempo respirándolo. Seguro la respuesta era no.
Iluminándose con la poca luz que le brindaba
aquella lámpara comenzó a avanzar de nuevo. Estaba muerto de miedo, pero al
mismo tiempo sabía que Anamaría también lo estaría en aquellas circunstancias y
ella estaba allá en el fondo. Su corazón, y su amor, lo impulsaban a seguir
hacia adelante.
Muchos enamorados dicen: por ti iría hasta el fin
del mundo, pero en la realidad es una promesa que muy pocos cumplen. Allí
estaba él sin haberlo prometido, pero aferrado a la idea de recuperar a su
amor.
***
Cuando aquella bestia blanca y alargada, más
parecida a un dragón de los antiguos orientales, escuchó la voz a sus espaldas
se detuvo y justo detrás de ella, la mujer. Alguien los seguía. Alguien se
atrevía a entrar a sus dominios. Gruñó y dobló su cabeza para mirar de quién se
trataba. La figura de la mujer se interrumpía entre él y lo que fuera que venía
detrás. Pero aquello traía una de esas cosas de luz que tanto le molestaban.
Gruñó de nuevo.
Deslizándose como una serpiente, retrayendo las
patas, pasó por un lado de la mujer y trató de localizar al intruso de la luz.
Gruñó y rugió con fuerza como para demostrarle que por allí no se podía pasar.
Pero el individuo volvió a gritar y eso lo enervó
aún más. Volvió a rugir con cólera. ¿Quién se atrevía a entrar en sus reinos?
Debía comer y aquella mujer, que tenía un olor tan antiguo como su propia
existencia, era apetecible.
La luz que aquel hombre, porque eso era, un hombre,
echaba sobre él era molesta y parecía querer avanzar hacia donde él estaba. Eso
no se lo podía permitir. El problema era que si centraba la atención en él
perdería el dominio que sobre ella tenía. La voluntad de un ser humano era muy
fácil de controlar, pero no se podía hacer con dos a la vez, a menos que
hubiera comido y eso hacía mucho tiempo que no lo hacía.
¿Y si se lo comía a él? Dejaría de reserva a la
mujer para tiempos posteriores. Podía darse ese lujo a pesar de la gran
cantidad de huesos que había en el fondo de su madriguera. Habría espacio para
otros más.
Y con una
especie de sonrisa casi humana echó a andar hacia la luz redonda y la voz
angustiada. Olía a miedo, y eso era bueno, le daba a la carne un mejor sabor.
Sus pasos fueron lentos al principio, y luego agarró una veloz carrera. Las
paredes comenzaron a retumbar de nuevo.
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