Tal como lo habían planeado salieron de Tegucigalpa
a las ocho de la mañana y llegaron a La Casona, apenas media hora después. Su
padre le prestó su enorme camioneta cuatro por cuatro, Chevrolet y en ella, a
las ocho y media estaban enfrente de lo que les pareció algo bastante
exagerado.
—Es enorme –dijo Mercedes ante la vista del enorme arco
que estaba sobre el portón de entrada a la casa.
LA CASONA
Decía en enormes letras de madera sobre el arco de
hierro. Eran de color café y estaban, todas, en mayúscula. El portón era de dos
hojas de barrotes separados apenas unos veinte centímetros unos de otros. Una
cadena, gruesa, y oxidada de donde colgaba un candado, también oxidado, lo
cerraba.
—¿Tienes la llave? –preguntó Katherine.
—Sí, mi madre me dio un manojo con todas.
Sacó dicho manojo del fondo de su cartera. No eran
más que unas cuantas llaves, viejas y nuevas colocadas por sus agujeros en una
argolla. Se bajó del automóvil y detrás de ella lo hizo Carla Melissa. Entre
ambas abrieron el portón, cada una empujó una de las rejas. El portón chirrió
un poco, pero se abrió hasta llegar justo donde comenzaba la calle de piedras
blancas.
Katherine tomó el volante e hizo entrar el
automóvil a la propiedad.
La Casona se encontraba justo un par de kilómetros
después del desvío de tierra que se encontraba en el kilómetro cinco en la
carretera que conducía hacia el norte. Con lo cual, comprobó Anamaría, eran más
de siete kilómetros hasta llegar a la casa. Al tomar el desvío, a la izquierda
el viajero podía equivocarse pues había dos calles de tierra: una hacia arriba
y otra hacia abajo. Para llegar al pueblo llamado el Álamo, se debía toma la
que iba hacia abajo y hacia el Ocotal la de arriba. Después de subir ese par de
kilómetros sobre una carretera de tierra blanca y arenosa, se pasaba enfrente
de la única casa del trayecto.
—Debe estar abandonada –dijo Katherine al pasar
frente a ella.
Se trataba de una casa de dos pisos, techo rojo,
paredes blancas y balcones negros y se encontraba a escaso un kilómetro y
fracción de La Casona. Por la entrada montosa se extendía un cerco de púas
negras y detrás del edificio un bosquecillo verde en varios tonos. Estaba a la
izquierda yendo hacia El Ocotal.
—Por lo menos tenemos un vecino –dijo Mercedes
sonriendo.
—En esa casa no vive nadie –aseguró Carla.
—Bueno, por lo menos hay rastros de civilización
cerca.
—Eso sí.
Y un kilómetro después de aquella casa de dos
pisos, y tras dejar atrás miles y miles de árboles de pino, roble y encino
llegaban a La Casona. Como les había dicho Anamaría, no era un viaje tan largo
como para echarse a llorar y cuando quisieran podrían volver a la ciudad.
Entraron, entonces, en la propiedad de los Landa
Wélchez. Katherine esperó a que Anamaría y Carla Melissa cerraran de nuevo el
portón y cuando éstas estuvieron de nuevo arriba condujo hasta el patio de la
casa.
El sendero, cubierto por piedras blancas y cemento
tenía cuatro metros de ancho y más de treinta de largo antes de llegar hasta el
patio de la casa.
La casa, tenía cuatro patios y un techado amplio
que caía hacia los cuatro lados juntándose en el centro del edificio en un pico
alto. Todo el techo era de tejas rojas. Pilares de madera, en cada esquina y en
el centro, intercalados, sostenían la inmensa armazón.
—Está bonita –dijo Mercedes mirando la fachada de
la casa.
Allí, frente a ellas estaba la puerta principal.
Era una entrada de doble hoja de madera de color café, casi roja oscura. Era
ancha y alta. Además, en la misma pared cuatro ventanas con balcones de hierro
negro y hojas de la misma madera de la puerta y vidrieras de cuatro espacios.
Las cuatro muchachas se bajaron.
—Bueno. Aquí estamos –dijo Anamaría mirando los
rostros de sus tres amigas. Cada una parecía mostrar una impresión diferente al
respecto.
El ambiente estaba poblado de oxígeno aromático y
el silencio sólo era roto por la suave brisa al rozar los aleros de la casa y
los árboles a pocos metros. Tomó de nuevo el manojo de llaves y fue a abrir la
puerta.
***
Se establecieron, cada una en su propia habitación,
rápido. Y como la casa era grande, pero no tanto, se enteraron de inmediato
dónde y cómo estaban las cosas. Metieron los víveres y algunas maletas con
cosas personales a cada habitación y cuando ya todo estuvo en su lugar se
reunieron en la sala, la cual quedaba enfrente de los cuatro dormitorios.
La distribución interna de la casa era muy
sencilla: en la fachada principal estaban los dormitorios, cuatro y las
ventanas exteriores correspondían una a cada uno de ellos. Eran divididos de
dos en dos, dos a cada lado de la entrada la cual era un simple pasillo alto y
ancho que llevaba a la sala. A la izquierda de la sala la cocina se abría por
una puerta y al fondo de esta una habitación como bodega. La cocina tenía una
puerta al exterior por el lado izquierdo de la casa y otra hacia la bodega. Al
fondo de la sala había una sola puerta que conducía hacia el exterior, hacia el
bosquecillo del fondo y hacia una piscina pequeña de azulejos verdes y orillas
azul oscuro. Y a la derecha de la sala estaban dos especies de bodegas con
alacenas otra cerrada a cal y canto. Era una especie de bodega de cosas viejas.
Eso dijo Mercedes al asomarse por la cerradura de la puerta de la cual,
parecía, no había llave.
Cada habitación tenía su servicio sanitario y baño,
por lo cual no tendrían que pelear las unas contra las otras por su uso. El
agua provenía de algún lugar lejos en la montaña y era potable. Todas las luces
funcionaban. Lo único era la señal de los teléfonos, apenas se captaba una
rayita.
—Tendremos que buscar señal –sentenció Katherine—,
siempre se encuentra cuando se busca.
Reunidas en la sala, entonces, y con la luz a
raudales entrando por las dos grandes ventanas abiertas por ellas, hablaron de
los planes. Pero antes Anamaría les preguntó:
—¿Qué les parece?
—¡Excelente! –dijo Mercedes.
—Bien –dijo Katherine.
—Muy bonito –dijo Carla.
Anamaría sonrió. Esa era la respuesta esperada.
—He pensado en algunas cosas para hacer día a día.
Todas esperaron.
Estaba sentadas de la siguiente manera: Anamaría y
Mercedes en el sofá grande, una en cada esquina, Carla y Katherine en los
muebles individuales, frente a frente y entre todas estaba la separación de una
simple mesita de centro, del mismo material oscuro y brillante de los asientos.
Junto a una de las ventanas había una mesita con un jarrón de porcelana vacío.
Cuadros de paisajes, quizás de los mismos alrededores, estaban en todas las
paredes. La firma, en todos estos, era la misma.
—Vamos a ir al pueblo hoy y vamos a contactar con
una familia que tiene caballos que podrían alquilarnos.
Todas parecían emocionadas al respecto.
—Hay un río para nadar y podemos hacer un campamento.
También podemos salir a caminar al bosque.
Se miraron. No está mal parecían indicar aquellas
miradas.
—Pero no conocemos a nadie aquí –protestó
Katherine.
—Primero vamos a llegar a casa de una señora
llamada Petrona Maradiaga. Mamá la conoce y dice que nos puede ayudar en todo.
—¿Entonces vamos a bajar al pueblo? –preguntó
Carla.
—Sí. Vamos a hacer un poco de ejercicio si no les
molesta. El pueblo queda a un kilómetro y medio de aquí, bajando por la
carretera. ¿Quién se apunta?
Todas levantaron la mano.
—Bueno –dijo Anamaría quien era la indiscutible
líder—, entonces salimos dentro de una hora. Antes de que el sol se ponga
fuerte ¿Les parece?
Todas asintieron.
Se dispersaron en el interior de sus dormitorios.
Anamaría y Mercedes habían elegido los de la Izquierda
y Carla y Katherine los de la derecha.
Cada una en su propio espacio se puso ropa cómoda y
sobre todo zapatillas. El sol no era muy fuerte aún, pero para el mediodía
estaría picante. Así que todas, excepto Carla, buscaron una gorra o un
sombrero. Sólo Mercedes traía uno.
Y a las diez en punto, las cuatro emprendieron la
marcha, caminando, hacia el Ocotal.
***
El Ocotal, según anunciaba el pequeño rótulo en
metal a la entrada del pueblo, contaba con más de mil doscientos habitantes.
Pero esa cifra seguramente era diferente en la actualidad, porque dicho censo
se había realizado hacía cinco años. En cinco años, la población tiende a
aumentar o a reducir de acuerdo al nivel de vida.
Las cuatro amigas entraron a un pueblo
aparentemente próspero. Lo primero que divisaron después de una curva fue la
torre blanca de la iglesia católica.
—Como para una postal –dijo Mercedes tomando una
fotografía con su Polaroid.
Avanzaron y contando el tiempo desde su salida de
la Casona hasta la entrada del pueblo se tardaron más de media hora. No estaba
mal pues habían avanzado a paso normal, sin prisas y sin presiones.
Los habitantes del pueblo, a aquellas horas de la
mañana y en un día laborable estaban en su mayoría ausentes y sólo se veían,
sentados en las gradas de la pequeña ermita blanca algunos ancianos.
—¿Dónde vivirá? –preguntó Mercedes.
—Mamá me dijo que preguntara a cualquiera, pues es
muy conocida en el pueblo.
Se acercaron, entonces al grupo de ancianos que
sentados las observaban acercarse a ellos.
—Buenos días –saludaron.
Los ancianos apenas levantaron la vista.
—Disculpen, ¿podrían decirnos donde vive la señora
Petrona Maradiaga? –preguntó Anamaría.
El anciano pareció reflexionar un poco antes de
levantar la mano y señalas con un largo y huesudo hueso hacia el frente.
Todas volvieron la vista hacia donde el hombre
señalaba. Se trataba de la casa más grande que estaba allí, enfrente de la
plaza de la iglesia. Una casa de dos pisos, de paredes verdes y techo de tejas
oscuras. Dieron las gracias y se fueron allá.
Llegaron a la casa. Las puertas estaban abiertas y
no dudaron en entrar saludando.
Estaba un poco oscuro allá adentro, o fue la luz
del día que las cegó, pero pronto se acostumbraron a las sombras internas.
Allí, sentada sobre una silla mecedora de madera, también verde como la casa,
estaba sentada una mujer anciana, huesuda y llena de arrugas que a través de
unos ojos casi blancos por la tela que los cubría las miraba a todas con
curiosidad. En las manos tenía una especie de manta y parecía costurar.
—Buenos días –repitió el saludo Anamaría.
—Buenas –dijo la voz más ronca y sin modulación que
en su vida, escucharían las cuatro muchachas.
—¿Petrona Maradiaga?
—Sí ¿de parte de quién?
—Mi nombre es Anamaría Landa Wélchez y ellas son
mis amigas –no les dijo el nombre de ellas porque no le veía la necesidad
práctica al asunto, pero se las enseñó. Todas se apiñaban detrás de ella—.
Estamos de visita en el pueblo y mi madre Esmeralda Wélchez me dijo que si
necesitaba algo…
—¿Landa? –dijo la mujer como si sólo hubiera
escuchado su nombre aún.
—Sí. Anamaría Landa Wélchez.
—¿De los Landa de Danlí?
Anamaría miró a sus amigas porque no comprendía la
pregunta. Pero la señora quería saber algo y a ella la habían educado con la
idea de que hay que respetar a los mayores. Pensó en la pregunta y se dijo que
sí. Su padre, según sabía, tenía algunos parientes lejanos en Danlí.
—Mi padre –dijo al fin—, tiene, o tenía familia en
Danlí. Sí.
—¿Quién es tu padre, hija?
—Se llama Carlos Landa.
—Carlos Landa, Carlos Landa ¿Cuántos años tiene?
—Cuarenta.
—Mmm. Entonces ni había nacido cuando ocurrió todo.
Se quedó pensativa unos segundos. Anamaría y sus
amigas se miraron preguntándose de qué estaba hablando la señora.
—La culpa la tuvo tu tátara abuelo. Esteban se llamaba.
–Siguió la mujer como si estuviera viendo lo que decía— Por necio. Bien podía
dejar vivir en paz a su hija y a Juan Carlos. Pero no, tuvo que meterse con sus
cosas. Al final el que salió perdiendo fue él porque la locura y el amor van de
la mano.
Anamaría no dijo nada, pero aquellas palabras le
parecieron dichas con rencor. Como si la mujer quisiera restregárselas a
alguien en la cara. Guardó algunas para preguntarle luego a su padre. Preguntas
que nunca llegarían porque para entonces cosas más importantes se habían posado
en su mente.
—Pero bueno –dijo después de un buen rato la mujer
y agitó una mano frente a ella como si espantara algunas moscas invisibles—.
Esa es agua que ya pasó. Aunque aún hay algunas cenizas cerca del Álamo.
—Me dijo mi madre que usted nos podría ayudar con
algunas cosas.
—¿Qué cosas, mijita? ¿Y qué hacen por aquí?
—Estamos tomando una semana de vacaciones y nos
estamos quedando en la casa de mi padre.
—¿Cuál casa, mija?
—La Casona.
—¿¡La Casona!? –pareció estremecerse al escuchar
aquel nombre. Como si el simple nombre le trajera más recuerdos a la memoria.
Volvió a quedarse en silencio y después habló de
nuevo con la misma vaciedad del principio, como si recordara, pero al mismo
tiempo les estuviera advirtiendo algo.
—Pensé que esa casa estaba cerrada para siempre. O
que la iban a derrumbar. Estuvo tanto tiempo cerrada… dicen que en los lugares
quedan guardados los malos recuerdos, y los males olores y La Casona no es un
buen lugar para vivir. Hay mucho malo todavía. Es como si estuviera reviviendo
de nuevo.
Las cuatro muchachas se miraron y luego, como en
sincronía, miraron de nuevo a la anciana que parecía desvariar. Pero al mismo
tiempo lo que parecía era una mujer muy vieja, recordando tiempos fatídicos.
Como cuando sus propios abuelos se ponían a hablar de sus amigos muertos y lo
hacían con aire de nostalgia. Pero de la voz de doña Petrona aquella nostalgia
parecía acompañada con miedo.
—Esa casa, esa casa. Dicen que todavía está vivo el
ente ese.
Anamaría sintió un frio cálido subir por la columna
vertebral. Según ella la miedosa de la familia era Carla Patricia que no podía
ver películas de terror sin dejar de dormir un par de días después.
El ente ese. La anciana hablaba poniendo en la ronca voz
rencor, odio, pero al mismo tiempo miedo. De pronto, el día luminoso parecía
haberse convertido en algo opaco.
—Bueno –dijo al fin como tratando de borrar sus
palabras—, pero el tiempo puede borrarlo todo. Han pasado tantos años desde
entonces.
Miró de nuevo a Anamaría y pareció reconocer algo en
ella. Le miró la frente y luego la nariz.
—Tienes algo parecido a tu tatarabuelo, ya lo veo.
Anamaría se sintió un poco incómoda con aquellas
observaciones y dijo algo tajante:
—Mi madre me dijo que usted podría decirnos donde
conseguir caballos para pasear por la montaña.
—¿Caballos? –se quedó pensativa de nuevo. Parecía
ser su forma habitual de razonar las cosas—. Los Moncada son los que tienen los
mejores caballos. Ellos son los más ricos del pueblo. Si necesitan caballos
ellos pueden prestarlos o alquilarlos.
—¿Por dónde viven ellos? –Anamaría sentía una
extraña urgencia por salir de allí.
—¿Los Moncada? ¿O los caballos?
Mercedes y Katherine se taparon la boca para no
echarse a reír, en cambio Carla Melissa parecía un poco preocupada por lo que
la mujer había dicho.
—Los Moncada –dijo Anamaría y sintió la voz salir
muy débil.
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