miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 7





Comenzó a llover a las nueve de la noche. Una tormenta sin razón porque el mes de agosto aún es tiempo de sol y de calor, las verdaderas tormentas en Honduras comienzan en septiembre. Pero comenzó a llover y las muchachas que estaban conversando en la sala se metieron, cada cual, en su propia habitación.
Anamaría miró la cama y decidió que no tenía sueño. Abrió las cortinas de la gran ventana y se sentó en el alfeizar, había suficiente espacio para eso, y se puso a mirar hacia afuera.
Era una tormenta sin relámpagos ni truenos. Una lluvia tranquila que apenas si enturbiaba la visión de las cosas. Miró hacia el portón de entrada inquieta. ¿Qué esperaba ver allí? Nada. La realidad siempre es más segura que los sueños. Subió ambos pies sobre la base de la ventana y apoyó el hombro y la cabeza en una orilla. Las hojas de vidrio estaban cerradas y no podía escuchar la lluvia, pero podía sentir su humedad.
Cerró los ojos tratando de entender la experiencia de aquel viaje. Había varios elementos que le parecían fuera de lugar como por ejemplo aquel hombre y la sensación de conocerlo de algún tiempo, de algún lugar. La caminata por aquellos bosques extraños de tierra roja y la sensación absurda de estar siendo observadas. El sueño de dos minutos con un espacio de duración en su cabeza de más de dos horas. Aquellas visiones y la sensación de estar fuera del tiempo.
Porque eso era lo que sentía desde su llegada al lugar. Al menos ella. Todo parecía confuso y mezclado allí. Personas como doña Petronila quien aseguraba que sus antepasados habían sido insensibles o algo parecido.
Un pequeño escalofrío le recorrió la columna vertebral y subió hasta la base de la cabeza y allí se quedó un momento.
A sus oídos llegaban los ruidos comunes a una tormenta normal: una especie de ronroneo sobre el tejado. Un ronroneo sedante.
Miró la hora: las nueve y quince de la noche. En Tegucigalpa estaba acostumbrada a acostarse después de las once. Pero ahora, con ese estimulante de las alturas sintió unas leves ganas de estar acostada.
Se puso el pijama y de pronto estaba lista para dormir. Apagó la luz y se metió debajo de las sábanas. La sensación era agradable. Había sido un día muy cargado y su cuerpo así se lo estaba diciendo.
Se durmió casi de inmediato.

***

Dicen que Jesucristo murió en la cruz a las tres y treinta y tres de la tarde y a esa hora la tierra se rasgó. Dicen que su espíritu puro descendió a los infiernos en ese momento y anduvo por toda su estructura, perdonando los pecados y redimiendo a los antepasados. Dicen que limpió el mundo desde sus cimientos. Pero también dicen que la tres y treinta y tres de la madrugada es la hora contraria a ese fenómeno. Que a las tres y treinta y tres de la mañana los infiernos se vuelven a abrir y que los demonios salen a visitar el mundo con la misión de asustar y de traer nuevas almas al recinto maldito. Dicen que a las tres de la madrugada la noche tiene ojos y busca con ellos almas para llevarlas al infierno. Es por eso que, a esa hora, en todas partes del mundo, el espíritu se distiende y la mayoría de seres humanos, como en un acompasado ritmo y sincronía universal abre los ojos y descubre la oscuridad.
A las tres de la mañana y treinta y tres minutos, Anamaría abrió los ojos y miró hacia el techo. La oscuridad lo envolvía todo. La tormenta había terminado y todo parecía en silencio. Reorganizó sus pensamientos hasta darse plena cuenta de dónde se encontraba. Como en una película a gran velocidad recordó todos los acontecimientos que la habían llevado hasta allí. La madrugada anterior, sólo veinticuatro horas antes, había estado en su cama de Tegucigalpa, ahora estaba en La Casona, la extraña casa que su padre había heredado de un antepasado.
Además de ordenar sus ideas y ubicarse en el espacio y en el tiempo su consciencia alimentada por los sentidos le anunció de algo más. Un olor. Un olor extraño.
“Huele como a ropa mojada” ¿Quién había dicho eso?
Un olor tenue, pero inequívoco, de ropa podrida. Ropa que primero se ha mojado y luego se ha acumulado en un lugar cerrado sin oportunidad de secarse. Hasta su nariz llegó este olor tan característico. Y se preguntó si algo se había echado a perder.
Todo estaba en penumbras y sus ojos comenzaron a adaptarse a dicha oscuridad hasta poder capturarlo todo alrededor. Allá estaba el tocador, la silla y la mesita de noche. Allá la ventana con las cortinas corridas y la suave luz de la madrugada colándose por entre ellas. Era miércoles, 8 de agosto ya. Y la luna estaba menguante pero aún llena. Esa luz de detrás de las cortinas era de esa luna.
Cerró los ojos y trató de dormirse de nuevo, pero no pudo. Era extraño.
Se levantó y entró al baño a orinar. Mientras estaba sentada sobre la taza trató de recordar alguna noche en la cual se hubiera despertado en la madrugada y hubiera sentido tanta lucidez como ahora. Quizás estaba dormida. Se haló el dedo pulgar como le había enseñado Charles, pero no se estiró como en el sueño. Estaba despierta.
Volvió a la cama, pero no se acostó. Se sentó en el borde y con los pies metidos en las zapatillas de dormir apenas visibles por la luz de la ventana se quedó quieta un buen rato. Y ya iba a meterse de nuevo bajo las cobijas cuando volvió a percibir aquel desagradable olor. Era como un fino hilo de mal olor arrastrándose en ondas que iban y venían. Ropa podrida. Miró hacia la ventana y por un segundo, sólo por un segundo, le pareció ver un movimiento. Como una sombra pasando. Sintió un calambre recorrerle la espina dorsal.
Su hermana Carla Patricia era la miedosa de la familia, no ella. Ella nunca le había tenido miedo a la noche o a las sombras que forma la oscuridad en los rincones. O a los cuentos de aparecidos y leyendas del pueblo. Pero a aquella hora de la madrugada, cualquier mal cuento recordado era un motivo para formar imágenes atemorizantes.
No, no podía ser. ¿Quién o qué podría andar paseándose por el patio de la casa a aquellas horas?
Y fue su oído el que le anunció que unos pies se deslizaban allá afuera. Los escuchó con mucha nitidez aun a pesar de las gruesas paredes y de la ventana cerrada. Unos pasos sobre la grama, no sobre el piso del patio, fuera de él. Parecían cascos de un animal.
Abrió los ojos mucho como si estos fueran a amplificarle la imagen de lo que se estaba imaginando que aquello era.
Nítidamente, en su cabeza, apareció un ser rojo, con cuernos y pies de cabra. La típica imagen que del demonio se hace desde hace siglos la raza humana. No pudo evitarlo. Y tampoco pudo evitar que el corazón se le encogiera un par de tallas en el pecho. Un calorcito pulsante se le instaló entre los dos pechos. El corazón moviéndose un poco más rápido.
Los pasos, con toda claridad, parecieron aumentar su ritmo en su mente y en el exterior.
Quería ponerse de pie y asomarse a la ventana, pero al mismo tiempo lo que quería era meterse debajo de las sábanas y cubrirse con ellas de la punta de los pies hasta la cabeza. Era una sensación entre la curiosidad y el pánico. El entorno parecía comprimido ante ella y aunque hubiera querido gritar a alguna de sus compañeras de los cuartos contiguos no podía.
Siempre hay algo de cordura en las situaciones extremas. El miedo al ridículo es algo que se aprende desde muy temprana edad y es por eso que muchas veces preferimos dejar que las cosas pasen aún a riesgo de la seguridad personal.
El ruido de pasos parecía distante, pero tan cercano a la vez. Y parecía aclararse aún más en sus oídos a medida que transcurrían unos segundos demasiado lentos.
Y cuando ya estaba a punto de decidirse a meterse de nuevo debajo de las cobijas y arrebujarse totalmente allí el sonido de los pasos se intensificó porque ahora eran sobre el piso del patio. Eran cascos, desde luego. Y parecían acercarse.
Volvió a halarse el dedo pulgar con el índice y el medio. Estaba despierta, por supuesto.
Dicen que es la imaginación la que le juega malos ratos a la razón, pero ella estaba segura de no estar imaginando nada. Allí afuera había algo.
Había apartado la mira de la ventana, pero una fuerza irresistible la atraía hacia allí. Volteó la cara y miró hacia la ventana. El corazón le dio un salto enorme en el pecho. Allí, una sombra de una cabeza enorme con cuernos parecía quieta.

***

Ni aun así gritó.
Y no es que ella fuera muy valiente, sino que el grito parecía no querer salir de su garganta. El latido de su corazón era tan fuerte que llegó a sentirlo pulsando con fuerza en sus sienes. Los ojos, que no podía mirarse, claro, estaban dilatados y a punto de salirse de sus cuencas.
“Dios mío, Dios mío, Dios mío” pensó con todas sus fuerzas.
“Si algún día sienten miedo recen dos Padres Nuestros” eso había dicho doña Petronila.
“Padre Nuestro que estás en el cielo…”
Rezó dos y cuando menos lo esperaba sus labios ya lo estaban murmurando en voz alta.
—Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad…
Mientras decía esta antigua oración no podía apartar los ojos de la ventana. Aquella forma, esos contornos parecían fijos allí, mirándola o escuchándola. Si hubiera tenido las cortinas corridas…
Al terminar el segundo padre nuestro ya en voz alta la sombra se movió hacia la derecha quitándose de su campo de visión y le pareció escuchar con mayor claridad el sonido de los cascos sobre las baldosas del piso. Era un sonido claro y fuerte.
Como un resorte y quizás confortada por la idea de que la oración había tenido efecto, Anamaría, se puso en pie y de inmediato se acercó a la ventana, corrió las cortinas y buscó al dueño de aquellos pasos y aquello cuernos.
Allí estaba. Se trataba de una vaca de color pardo. Esperaba, en el fondo de su corazón ver a aquel ser abominable que tanto le habían inculcado en la escuela y en el colegio, pero lo que estaba allí era una vaca.
Suspiró con gran alivio y casi se echa una carcajada.
—Casi me cago del susto –dijo para sí misma mientras trataba de contener la risa con una mano en la boca.
Volvió a la cama y se durmió casi de inmediato.

***

La luz de la mañana penetró con fuerza por entre la cortina, ahora corrida, se le había olvidado volver a cerrarla después del susto de la madrugada. Abrió los ojos, se estiró y percibió el delicioso aroma de los huevos fritos. El estómago le rugió.
Se aseó a conciencia y luego se vistió pensando en el hombre del pickup. Aun no tenía un nombre al que recurrir cuando lo pensaba así que era el hombre del pick up. Se puso una blusa blanca que hiciera resaltar el amarillo de su cabello, el cual dejó suelto, pero asegurado para que no se le hiciera un relajo en la frente con una diadema del mismo color de la blusa. Se puso un poquito de carmín rojo y nada más. Con eso bastaba. Se vio muchas veces al espejo preguntándose porque lo hacía y para quién. La respuesta era obvia. Al final se echó un poco de perfume de rosas y salió a por el desayuno.
—Buenos días –saludó al presentarse en el mini comedor.
Sus amigas también se habían vestido a conciencia quizás con la idea de verse muy guapas ante aquel hombre. Katherine se había peinado en exceso y su cabellera negra lucía en extremo embadurnada de algo, Mercedes había hecho con la suya una extensa trenza de tres lazos que le caía, ahora, coquetamente, sobre el pecho derecho y Carla se había peinado de la manera más sencilla haciendo que las puntas de su cabello se doblaran en un elegante bucle que le rosaba las mejillas. Todas olían a sus perfumes preferidos.
—Hola, dormilona –saludó Mercedes con una amplia sonrisa. Anamaría notó que la muchacha había aplicado una fuerte cantidad de polvos sobre la piel quizás tratando de ocultar las pecas.
Algo imposible.
Desayunaron en silencio, pero con gran animación. Todas estaban como a la expectativa de lo que pudiera ocurrir el nuevo día. Era miércoles su segundo día allí y no había estado mal. Quitando el susto de la vaca de la madrugada y la experiencia con la pesadilla del día anterior, Anamaría se sentía satisfecha porque sus expectativas estaban a tope.
—Este será un día muy bueno –dijo a todas cuando lavaban los platos.
Katherine que estaba limpiando la estufa con un paño húmedo se volvió y dijo:
—Ya veremos.
Todas estaban entusiasmadas con la idea de montar a caballo. Todas, en algún momento de su niñez habían soñado con un pony o por lo menos dar un paseo en el carrusel de algún centro comercial. Cuando Mercedes lo mencionó comenzaron a recordar algunas ocasiones donde se habían montado en alguno.
—Creo que podemos llevar algo de comida –dijo Carla mirando con añoranza la refrigeradora—. Por si regresamos tarde o algo así.
—No lo creo –dijo Anamaría —¿Te imaginas cargando comida y montadas a caballo?
—No, eso no sería de una señorita –dijo Katherine levantando el dedo.
—Bueno –dijo Carla algo mohína—. Yo decía por aquello de que no encontremos donde almorzar. Después no digan que se los dije.
—Qué Dios decida –dijo Anamaría que se sentía mucho mejor por aquello del Padre Nuestro. Por lo menos le había infundido valor para mirar por la ventana.
—Eso –dijo Mercedes.
Fueron a lavarse los dientes y a darse otro retoque en el espejo.
—Lleven gorras o algo para la cabeza –les gritó Anamaría asomándose a la puerta. El sol va a estar picante.
Todas respondieron a su manera que lo habían copiado.
Faltando diez minutos para las ocho escucharon el relincho de un caballo y todas, sin excepción se asomaron a las ventanas.
Allá en el portón, bajo el enorme arco, estaba un hombre montando un precioso caballo negro y junto a él cuatro animales de igual belleza.

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