Comenzó a llover a
las nueve de la noche. Una tormenta sin razón porque el mes de agosto aún es
tiempo de sol y de calor, las verdaderas tormentas en Honduras comienzan en
septiembre. Pero comenzó a llover y las muchachas que estaban conversando en la
sala se metieron, cada cual, en su propia habitación.
Anamaría miró la
cama y decidió que no tenía sueño. Abrió las cortinas de la gran ventana y se
sentó en el alfeizar, había suficiente espacio para eso, y se puso a mirar
hacia afuera.
Era una tormenta sin
relámpagos ni truenos. Una lluvia tranquila que apenas si enturbiaba la visión
de las cosas. Miró hacia el portón de entrada inquieta. ¿Qué esperaba ver allí?
Nada. La realidad siempre es más segura que los sueños. Subió ambos pies sobre
la base de la ventana y apoyó el hombro y la cabeza en una orilla. Las hojas de
vidrio estaban cerradas y no podía escuchar la lluvia, pero podía sentir su
humedad.
Cerró los ojos
tratando de entender la experiencia de aquel viaje. Había varios elementos que
le parecían fuera de lugar como por ejemplo aquel hombre y la sensación de
conocerlo de algún tiempo, de algún lugar. La caminata por aquellos bosques
extraños de tierra roja y la sensación absurda de estar siendo observadas. El
sueño de dos minutos con un espacio de duración en su cabeza de más de dos
horas. Aquellas visiones y la sensación de estar fuera del tiempo.
Porque eso era lo
que sentía desde su llegada al lugar. Al menos ella. Todo parecía confuso y
mezclado allí. Personas como doña Petronila quien aseguraba que sus antepasados
habían sido insensibles o algo parecido.
Un pequeño
escalofrío le recorrió la columna vertebral y subió hasta la base de la cabeza
y allí se quedó un momento.
A sus oídos
llegaban los ruidos comunes a una tormenta normal: una especie de ronroneo
sobre el tejado. Un ronroneo sedante.
Miró la hora: las
nueve y quince de la noche. En Tegucigalpa estaba acostumbrada a acostarse
después de las once. Pero ahora, con ese estimulante de las alturas sintió unas
leves ganas de estar acostada.
Se puso el pijama
y de pronto estaba lista para dormir. Apagó la luz y se metió debajo de las
sábanas. La sensación era agradable. Había sido un día muy cargado y su cuerpo
así se lo estaba diciendo.
Se durmió casi de
inmediato.
***
Dicen que
Jesucristo murió en la cruz a las tres y treinta y tres de la tarde y a esa
hora la tierra se rasgó. Dicen que su espíritu puro descendió a los infiernos
en ese momento y anduvo por toda su estructura, perdonando los pecados y
redimiendo a los antepasados. Dicen que limpió el mundo desde sus cimientos.
Pero también dicen que la tres y treinta y tres de la madrugada es la hora
contraria a ese fenómeno. Que a las tres y treinta y tres de la mañana los
infiernos se vuelven a abrir y que los demonios salen a visitar el mundo con la
misión de asustar y de traer nuevas almas al recinto maldito. Dicen que a las
tres de la madrugada la noche tiene ojos y busca con ellos almas para llevarlas
al infierno. Es por eso que, a esa hora, en todas partes del mundo, el espíritu
se distiende y la mayoría de seres humanos, como en un acompasado ritmo y
sincronía universal abre los ojos y descubre la oscuridad.
A las tres de la
mañana y treinta y tres minutos, Anamaría abrió los ojos y miró hacia el techo.
La oscuridad lo envolvía todo. La tormenta había terminado y todo parecía en
silencio. Reorganizó sus pensamientos hasta darse plena cuenta de dónde se
encontraba. Como en una película a gran velocidad recordó todos los
acontecimientos que la habían llevado hasta allí. La madrugada anterior, sólo
veinticuatro horas antes, había estado en su cama de Tegucigalpa, ahora estaba
en La Casona, la extraña casa que su padre había heredado de un antepasado.
Además de ordenar
sus ideas y ubicarse en el espacio y en el tiempo su consciencia alimentada por
los sentidos le anunció de algo más. Un olor. Un olor extraño.
“Huele como a ropa
mojada” ¿Quién había dicho eso?
Un olor tenue,
pero inequívoco, de ropa podrida. Ropa que primero se ha mojado y luego se ha
acumulado en un lugar cerrado sin oportunidad de secarse. Hasta su nariz llegó
este olor tan característico. Y se preguntó si algo se había echado a perder.
Todo estaba en
penumbras y sus ojos comenzaron a adaptarse a dicha oscuridad hasta poder
capturarlo todo alrededor. Allá estaba el tocador, la silla y la mesita de
noche. Allá la ventana con las cortinas corridas y la suave luz de la madrugada
colándose por entre ellas. Era miércoles, 8 de agosto ya. Y la luna estaba
menguante pero aún llena. Esa luz de detrás de las cortinas era de esa luna.
Cerró los ojos y
trató de dormirse de nuevo, pero no pudo. Era extraño.
Se levantó y entró
al baño a orinar. Mientras estaba sentada sobre la taza trató de recordar
alguna noche en la cual se hubiera despertado en la madrugada y hubiera sentido
tanta lucidez como ahora. Quizás estaba dormida. Se haló el dedo pulgar como le
había enseñado Charles, pero no se estiró como en el sueño. Estaba despierta.
Volvió a la cama,
pero no se acostó. Se sentó en el borde y con los pies metidos en las
zapatillas de dormir apenas visibles por la luz de la ventana se quedó quieta
un buen rato. Y ya iba a meterse de nuevo bajo las cobijas cuando volvió a
percibir aquel desagradable olor. Era como un fino hilo de mal olor
arrastrándose en ondas que iban y venían. Ropa podrida. Miró hacia la ventana y
por un segundo, sólo por un segundo, le pareció ver un movimiento. Como una
sombra pasando. Sintió un calambre recorrerle la espina dorsal.
Su hermana Carla
Patricia era la miedosa de la familia, no ella. Ella nunca le había tenido miedo
a la noche o a las sombras que forma la oscuridad en los rincones. O a los
cuentos de aparecidos y leyendas del pueblo. Pero a aquella hora de la
madrugada, cualquier mal cuento recordado era un motivo para formar imágenes
atemorizantes.
No, no podía ser. ¿Quién
o qué podría andar paseándose por el patio de la casa a aquellas horas?
Y fue su oído el
que le anunció que unos pies se deslizaban allá afuera. Los escuchó con mucha
nitidez aun a pesar de las gruesas paredes y de la ventana cerrada. Unos pasos
sobre la grama, no sobre el piso del patio, fuera de él. Parecían cascos de un
animal.
Abrió los ojos
mucho como si estos fueran a amplificarle la imagen de lo que se estaba
imaginando que aquello era.
Nítidamente, en su
cabeza, apareció un ser rojo, con cuernos y pies de cabra. La típica imagen que
del demonio se hace desde hace siglos la raza humana. No pudo evitarlo. Y
tampoco pudo evitar que el corazón se le encogiera un par de tallas en el
pecho. Un calorcito pulsante se le instaló entre los dos pechos. El corazón
moviéndose un poco más rápido.
Los pasos, con
toda claridad, parecieron aumentar su ritmo en su mente y en el exterior.
Quería ponerse de
pie y asomarse a la ventana, pero al mismo tiempo lo que quería era meterse
debajo de las sábanas y cubrirse con ellas de la punta de los pies hasta la
cabeza. Era una sensación entre la curiosidad y el pánico. El entorno parecía
comprimido ante ella y aunque hubiera querido gritar a alguna de sus compañeras
de los cuartos contiguos no podía.
Siempre hay algo
de cordura en las situaciones extremas. El miedo al ridículo es algo que se
aprende desde muy temprana edad y es por eso que muchas veces preferimos dejar
que las cosas pasen aún a riesgo de la seguridad personal.
El ruido de pasos
parecía distante, pero tan cercano a la vez. Y parecía aclararse aún más en sus
oídos a medida que transcurrían unos segundos demasiado lentos.
Y cuando ya estaba
a punto de decidirse a meterse de nuevo debajo de las cobijas y arrebujarse
totalmente allí el sonido de los pasos se intensificó porque ahora eran sobre
el piso del patio. Eran cascos, desde luego. Y parecían acercarse.
Volvió a halarse
el dedo pulgar con el índice y el medio. Estaba despierta, por supuesto.
Dicen que es la
imaginación la que le juega malos ratos a la razón, pero ella estaba segura de
no estar imaginando nada. Allí afuera había algo.
Había apartado la
mira de la ventana, pero una fuerza irresistible la atraía hacia allí. Volteó
la cara y miró hacia la ventana. El corazón le dio un salto enorme en el pecho.
Allí, una sombra de una cabeza enorme con cuernos parecía quieta.
***
Ni aun así gritó.
Y no es que ella
fuera muy valiente, sino que el grito parecía no querer salir de su garganta.
El latido de su corazón era tan fuerte que llegó a sentirlo pulsando con fuerza
en sus sienes. Los ojos, que no podía mirarse, claro, estaban dilatados y a
punto de salirse de sus cuencas.
“Dios mío, Dios
mío, Dios mío” pensó con todas sus fuerzas.
“Si algún día
sienten miedo recen dos Padres Nuestros” eso había dicho doña Petronila.
“Padre Nuestro que
estás en el cielo…”
Rezó dos y cuando
menos lo esperaba sus labios ya lo estaban murmurando en voz alta.
—Padre Nuestro que
estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase
tu voluntad…
Mientras decía
esta antigua oración no podía apartar los ojos de la ventana. Aquella forma,
esos contornos parecían fijos allí, mirándola o escuchándola. Si hubiera tenido
las cortinas corridas…
Al terminar el
segundo padre nuestro ya en voz alta la sombra se movió hacia la derecha
quitándose de su campo de visión y le pareció escuchar con mayor claridad el
sonido de los cascos sobre las baldosas del piso. Era un sonido claro y fuerte.
Como un resorte y
quizás confortada por la idea de que la oración había tenido efecto, Anamaría,
se puso en pie y de inmediato se acercó a la ventana, corrió las cortinas y
buscó al dueño de aquellos pasos y aquello cuernos.
Allí estaba. Se
trataba de una vaca de color pardo. Esperaba, en el fondo de su corazón ver a
aquel ser abominable que tanto le habían inculcado en la escuela y en el
colegio, pero lo que estaba allí era una vaca.
Suspiró con gran
alivio y casi se echa una carcajada.
—Casi me cago del
susto –dijo para sí misma mientras trataba de contener la risa con una mano en
la boca.
Volvió a la cama y
se durmió casi de inmediato.
***
La luz de la
mañana penetró con fuerza por entre la cortina, ahora corrida, se le había
olvidado volver a cerrarla después del susto de la madrugada. Abrió los ojos,
se estiró y percibió el delicioso aroma de los huevos fritos. El estómago le
rugió.
Se aseó a
conciencia y luego se vistió pensando en el hombre del pickup. Aun no tenía un
nombre al que recurrir cuando lo pensaba así que era el hombre del pick up. Se puso una blusa blanca que hiciera
resaltar el amarillo de su cabello, el cual dejó suelto, pero asegurado para
que no se le hiciera un relajo en la frente con una diadema del mismo color de
la blusa. Se puso un poquito de carmín rojo y nada más. Con eso bastaba. Se vio
muchas veces al espejo preguntándose porque lo hacía y para quién. La respuesta
era obvia. Al final se echó un poco de perfume de rosas y salió a por el
desayuno.
—Buenos días
–saludó al presentarse en el mini comedor.
Sus amigas también
se habían vestido a conciencia quizás con la idea de verse muy guapas ante
aquel hombre. Katherine se había peinado en exceso y su cabellera negra lucía
en extremo embadurnada de algo, Mercedes había hecho con la suya una extensa
trenza de tres lazos que le caía, ahora, coquetamente, sobre el pecho derecho y
Carla se había peinado de la manera más sencilla haciendo que las puntas de su
cabello se doblaran en un elegante bucle que le rosaba las mejillas. Todas
olían a sus perfumes preferidos.
—Hola, dormilona
–saludó Mercedes con una amplia sonrisa. Anamaría notó que la muchacha había
aplicado una fuerte cantidad de polvos sobre la piel quizás tratando de ocultar
las pecas.
Algo imposible.
Desayunaron en
silencio, pero con gran animación. Todas estaban como a la expectativa de lo
que pudiera ocurrir el nuevo día. Era miércoles su segundo día allí y no había
estado mal. Quitando el susto de la vaca de la madrugada y la experiencia con
la pesadilla del día anterior, Anamaría se sentía satisfecha porque sus
expectativas estaban a tope.
—Este será un día
muy bueno –dijo a todas cuando lavaban los platos.
Katherine que
estaba limpiando la estufa con un paño húmedo se volvió y dijo:
—Ya veremos.
Todas estaban
entusiasmadas con la idea de montar a caballo. Todas, en algún momento de su
niñez habían soñado con un pony o por lo menos dar un paseo en el carrusel de
algún centro comercial. Cuando Mercedes lo mencionó comenzaron a recordar
algunas ocasiones donde se habían montado en alguno.
—Creo que podemos
llevar algo de comida –dijo Carla mirando con añoranza la refrigeradora—. Por
si regresamos tarde o algo así.
—No lo creo –dijo
Anamaría —¿Te imaginas cargando comida y montadas a caballo?
—No, eso no sería
de una señorita –dijo Katherine levantando el dedo.
—Bueno –dijo Carla
algo mohína—. Yo decía por aquello de que no encontremos donde almorzar.
Después no digan que se los dije.
—Qué Dios decida
–dijo Anamaría que se sentía mucho mejor por aquello del Padre Nuestro. Por lo
menos le había infundido valor para mirar por la ventana.
—Eso –dijo Mercedes.
Fueron a lavarse
los dientes y a darse otro retoque en el espejo.
—Lleven gorras o
algo para la cabeza –les gritó Anamaría asomándose a la puerta. El sol va a
estar picante.
Todas respondieron
a su manera que lo habían copiado.
Faltando diez
minutos para las ocho escucharon el relincho de un caballo y todas, sin
excepción se asomaron a las ventanas.
Allá en el portón,
bajo el enorme arco, estaba un hombre montando un precioso caballo negro y
junto a él cuatro animales de igual belleza.
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