Al final, la mujer pareció volver del limbo en el
cual caía por los recuerdos y antes de pedirle a un nieto que quizás ella misma
había ayudado a traer al mundo, que las acompañara hasta la casa de los
Moncada, les dio un simple consejo:
—Si se sienten en peligro en esa casa, oren un
padre nuestro con mucha fe y todo pasará.
El niño que les asignó la anciana se llamaba Víctor
y tenía diez años. Era un niño típico del pueblo con su hablado casi ahogado,
pocas palabras, y mirada casi siempre en el suelo. Tenía el pelo rígido y
quizás un poco sucio, pero parecía animado por el nuevo encargo.
Mientras las acompañaba a la casa de la familia
Moncada, los dueños de los caballos como los habían concebido ya, el niño iba
unos cinco pasos por delante y no dejaba que nadie se le adelantara. Quizás
tampoco quería que le hicieran preguntas. Pero, de todos modos, Mercedes, lo
alcanzó y le dijo:
—¿Víctor te llamas?
—Sé –dijo sin importarle como se escuchaba aquello.
Quizás todos los niños allí en el pueblo lo decían así.
—¿No estás en la escuela? –le preguntó la chica
mirándole con curiosidad.
—No.
—¿Y eso?
—Mi papá dice que, con saber leer, escribir y sumar
es suficiente.
—¿Y qué piensas tú de eso? ¿Está en lo cierto tu
papá?
—Sé. Es mejor trabajar. Ganar dinero.
Mercedes, que era más curiosa que un gato tras la
huella de un ratón y quería saber más acerca de lo que les había dicho doña
Petrona coló el tema.
—¿Y le tienes miedo a La Casona?
Pareció bloqueado por unos segundos ante aquella
pregunta. Pero se repuso de inmediato y dijo con voz queda:
—Allí vive el diablo.
Anamaría, Katherine y Carla para entonces ya estaba
muy cerca de ellos y escucharon la respuesta del niño se miraron y trataron de
contener la risa. Anamaría sentía algo de reserva al respecto.
—¿Y tú lo has visto?
—No, pero mi tío sí. Y casi se muere.
—¿Y cómo es según tu tío? –preguntó ahora
Katherine.
El niño, al ser el foco de atención de las cuatro
chicas, se sintió algo intimidado y confundido, pero contestó.
—Es como una culebra larga y blanca, pero tiene
patas como de león… y los ojos rojos. Huele feo.
—¿Tú tío lo olio? –preguntó de nuevo Mercedes.
—Yo lo he olido. Es como ropa podrida. Huele feo
–arrugó la nariz al decir aquello como si acabara de recordar justamente ese
olor.
Las muchachas cruzaron miradas, pero no era de
miedo, era de comprensión. Todas, con la cabeza acostumbrada a los procesos
lógicos sabían que en el pueblo las personas ven un animal a medianoche o
huelen algo y lo asocian a esas criaturas sobrenaturales creadas por el miedo y
la superstición. Sólo Anamaría parecía algo inquieta. Quizás la misma ruptura
la sensibilizaba ante aquellos temas.
Mercedes quien iniciara con el tema lo dejó de lado
y se dedicó a hacer preguntas generales acerca del pueblo tales como: ¿Cuántas
casas había? ¿Dónde quedaba la escuela? ¿Dónde vivía el alcalde? ¿Había
policía? ¿De dónde venía el agua? A todas las preguntas, el niño contestaba con
soltura, pero cuando se llegó a lo de la policía dijo:
—Cuando hay algún ladrón o algo así, lo llevan
amarrado hasta la posta de policía que hay en el desvío. Cuando es algún
borracho lo encierran en una celda del centro comunal. Aquí casi nunca pasa
nada.
Prácticamente,
el grupo, atravesó el pueblo completo por la calle principal y en un recodo
cuando se pasaba frente a la última casa de la ladera, se comenzaba a bajar
mediante una curva muy cerrada. Al final de la curva, las cuatro muchachas se
detuvieron asombradas.
Ante ella, se veía un paisaje de postal, como diría
Mercedes. Una especie de valle, plano y verde como un mar se extendía hacia la
lejanía. Y en medio de aquel valle una casa de una planta, expandida sobre la
pradera en amplias alas por los cuatro costados. Alrededor de la casa había
otros edificios pequeños y más allá, en un prado donde no había plantaciones
diminutas vacas pastando tranquilamente.
“Yo podría vivir aquí” pensó Anamaría sonriendo
ante la idea. A la derecha de la casa y separados por una especie de corral se
veían muchos caballos. Aquella era la hacienda de los Moncada, sin duda.
El niño les indicó por donde estaba la entrada y
después se despidió de ellas. Mercedes le entregó un billete de veinte lempiras
y el niño se lo guardó de inmediato como si la muchacha fuera a arrepentirse y
arrebatárselo. Dio media vuelta y se fue corriendo.
La entrada a la propiedad de la familia Moncada era
un portón semejante al de La Casona, pero sin aquel enorme arco superior.
Bajaron, entonces hasta esa entrada que era de vehículos también y como había
una pequeña puerta, justo al lado del portón, entraron y en pocos minutos
dejaron atrás el portón.
Cuando les faltaban unos veinte metros para
alcanzar la casa y había pasado por una especie de muro vegetal, vieron a un
hombre salir al patio y quedarse de pie, observándolas. Se sintieron un poco
cohibidas, pero continuaron. Después del hombre mayor apareció una mujer
también de la misma edad limpiándose el delantal. Seguramente no era común ver
a cuatro mujeres jóvenes entrar así por su propiedad.
—Buenos días –saludó Anamaría levantando la voz y
una mano.
La mujer fue la única que levantó un brazo en
respuesta, pero el hombre pareció no tomarle importancia.
Las cuatro, encabezadas por Anamaría, llegaron a pocos
pasos de la pareja y se detuvieron.
—Buenos días –volvió a saludar Anamaría—. Mi nombre
es Anamaría Landa y ellas son mis amigas. Venimos de Tegucigalpa y queríamos
saber si nos podrían alquilar algunos caballos para dar un paseo.
El hombre miró a la mujer y ésta a su vez dijo con
voz tajante:
—No alquilamos los caballos. Son para los
trabajadores de la hacienda.
¿Tantos? Iba a decir Anamaría, pero se mordió la
lengua.
—Pensábamos que… —comenzó Mercedes con la voz algo
decaída por la decepción. Ya se imaginaba, seguramente, subida sobre un caballo
recorriendo las montañas.
—No, no se alquilan –afirmó el hombre.
Ambos, se notaba, eran marido y mujer. Y andarían
por los cuarenta y cinco años. A Anamaría le pareció una pareja casi igual a su
padre y su madre.
—Bueno –dijo Katherine —, gracias de todos modos.
No contestaron nada.
Las cuatro mujeres, de verdad decepcionadas, se
dieron la vuelta y sin decir adiós encaminaron el regreso hacia el portón de la
propiedad.
—Por lo menos deberían de ser más atentos –se quejó
Katherine con el ceño fruncido.
—No se les puede obligar a ser lo que no son –dijo
filosóficamente Carla.
—Por lo menos lo intentamos ¿No? –dijo Mercedes que
siempre veía el lado positivo de las cosas.
—Bueno, sí –dijo Anamaría— hemos caminado y hecho ejercicio.
Además, estamos respirando aire puro de verdad.
—Eso sí –dijo Carla.
Cuando ya estaban alcanzando el portón vieron
aparecer un automóvil pick up bajando hacia la entrada. Se trataba de un
automóvil visiblemente modificado porque las ruedas eran muy grandes y la
carrocería estaba muy alta.
Y como ellas ya estaban en el portón, Mercedes fue
a abrir.
—Deja eso –le gritó Katherine.
—Espera te ayudo –le dijo Carla.
Así, entre las dos, después de correr una especie
de seguro tomaron un lado del portón cada uno y lo abrieron hasta dejarle paso
al auto.
El pick up comenzó a avanzar hacia el interior y
Anamaría quien junto a Katherine estaban justo donde va el conductor vieron
como la ventanilla se abría allá arriba, pues quedaba a más de medio metro de
sus cabezas.
***
Hay muchos poemas sobre el amor a primera vista, y
a ella siempre le parecieron algo muy cursi, pues le parecía imposible e
increíble que dos personas que apenas se miran una vez puedan sentir amor el
uno por el otro. El amor, según su conocimiento, es algo que se cultiva poco a
poco y que se aprende del otro a medida que el contacto cotidiano ilusiona al
otro. El amor, no es algo que aparezca de la nada, eso creía, se crea día a
día.
Cuando la ventana terminó de abrirse apareció la
cabeza de un hombre como de unos veintitantos años. No era especialmente
hermoso como esos estereotipos que se forman la mayoría de las jovencitas de su
edad: cantantes, actores y demás supuestos artistas. Era más bien un rostro
dorado por el sol, cabello negro cortado de manera seria con patilla cuadrada y
todo, ojos negros, nariz algo chata, pero no tanto y una barbilla poblada de
vello facial.
Cuando sus miradas se encontraron hubo una especie
de reconocimiento absurdo. Absurdo porque ella jamás, antes, lo había visto.
Pero, y esto era lo más terrible, estaba convencida de haberlo visto en algún
lugar, en algún tiempo, en quizás otra vida.
Anamaría, era católica por herencia, y libre
pensante por elección, pero jamás había creído en la teoría de la
reencarnación, o lo de haber vivido antes de ahora. Pero ahora, al encontrar su
mirada con aquel extraño, fue como si el mundo, todo, a su alrededor se
esfumara y sólo quedara ella y aquella mirada. Reconocimiento. Lo conocía, pero
¿De dónde? ¿De cuándo?
Fue una sensación extraña, como caer de espaldas y
no encontrar detrás de uno, algo que detuviera esa caída. Y la sensación
pareció durar un buen rato, pero en realidad, sólo fueron un par de segundos.
—¡Hola! –dijo él con una sonrisa de dientes parejos
y blancos que también le resultaba familiar.
—Buenos días –respondió Katherine por ella, pero
era a ella a quien le había dicho el saludo.
—Gracias por abrir la puerta ¿Llegaron a la casa?
—Sí, pero ya nos vamos –dijo Katherine empujando
levemente del brazo a Anamaría.
—¿Buscaban a alguien o algo? –preguntó el hombre.
—Queríamos alquilar cuatro caballos para pasear por
el pueblo y por donde se pueda, pero nos dijeron que no.
—¿Les dijeron que no?
—Así es.
—Mis padres. Seguro.
Pareció pensar un par de segundos antes de decirles:
—¿Cuántos caballos necesitan?
—Cuatro –dijo Mercedes que se había acercado por la
trompa del pick up.
—No hay problema ¿Para cuándo los necesitan?
—¿Seguro que no tendrá problemas? –preguntó Carla
que también se había acercado y rodeaban a Anamaría.
—Ninguno. Se los aseguro.
—Oh, gracias, gracias –esa era Mercedes que parecía
a punto de echarse a volar de la emoción.
—¿Dónde se están quedando?
—En La Casona –dijo al fin Anamaría, pero la voz
sonó como si perteneciera a alguien más y no a ella.
El hombre la miró de nuevo y volvió a experimentar
lo mismo. Y es que él también parecía haberla reconocido. Esa era la sensación.
—¿Los necesitan hoy, mañana, pasado?
—Mañana –dijo de inmediato Anamaría con esa voz que
no era suya.
—¿A qué hora?
—A las ocho de la mañana –dijo Mercedes —¿O es
mejor salir a cabalgar más temprano?
—Mmm. No importa la hora. Faltando para las ocho
estarán allí.
—Ok, muchas gracias.
—De nada… y… —volvió a poner los ojos en Anamaría
que pareció ponerse un poco roja.
—Muy bien –dijo ella haciendo un gran esfuerzo por
separar de él aquellos ojos negros.
—Hasta mañana entonces –dijo él al fin levantando
una mano.
—Hasta mañana –dijo Anamaría con un hilo de voz.
***
De regreso en la Casona, Anamaría entró en su
habitación y se dejó caer hacia atrás sobre el colchón. Se quedó más de diez
minutos mirando hacia el techo. En el pecho el corazón le latía, extrañamente,
muy rápido, como si hubiera recibido un impacto muy fuerte y no pudiera
evitarlo.
“¿Qué pasa?” se preguntó.
Cerraba los ojos y aquellos ojos parecían flotar
enfrente de ella. De repente comprendía varios poemas leídos durante los años
escolares. Ahora los comprendía todos y cada uno de ellos porque los estaba
viviendo. Aquellos ojos flotaban ante ella y parecían decir: yo te conozco.
Reconocimiento.
Se levantó, fue al espejo de la cómoda. De repente
se encontró preguntándose si era lo suficientemente bella. Algo que antes jamás
se hubiera imagino hacer. ¿Por qué le sucedía aquello?
Volvió a sentarse en la orilla de la cama. Iban a
ser las doce y media y olía a comida. Katherine les había dicho que ella iba a
cocinar y en eso estaba. Dentro de poco las llamaría, al menos a ella porque
las demás ya estarían en la cocina preparando la mesa que estaba en el centro y
que utilizarían para comer todo el tiempo que estuvieran allí. No tenía hambre.
No la sentía.
¿Era posible?
Se levantó de nuevo y regresó ante el espejo. Se
tomó un mechón y se lo puso en las mejillas. ¿Y si utilizaba un moño o una
cola?
Pero que estupideces estaba diciendo. Volvió a la
cama.
Anamaría era rubia. Rubia de verdad. Su pelo
amarillo, cuando el sol brillaba tan fuerte que cegaba parecía de oro puro.
Quizás con el tiempo, como había sucedido con su abuela, se le volvería blanco,
pero por los momentos ese era su mejor atributo de belleza. Y tenía pecas.
Quizás como las tenía Mercedes, pero si muchas menos.
¿Por qué se estaba fijando ahora en eso?
Buscó la puerta de la habitación para salir, pero
cuando ya tenía el pomo se detuvo. Volvió al tocador y se miró una vez más en
el espejo.
Buscó el cepillo del pelo y se peinó despacio
tratando de acomodar mejor posible cada hilo de oro dorado. Al final se colocó
una cola de caballo y comprobó que le quedaba muy bien. Buscó algo de
maquillaje en el fondo de su cartera, aunque regularmente no usaba y se puso un
poco.
Salió, minutos después hacia la cocina.
—¡Guau! –exclamó Mercedes al mirarla.
Las demás al escuchar la exclamación de la más
joven del grupo se volvieron a mirarla. Y también dijeron algo a favor.
—¿A quién quieres impresionar? Le preguntó
Katherine mirando a las demás guiñando un ojo.
—Si supiera Charles –dijo Carla.
Al escuchar aquel nombre, Anamaría sintió que las
escenas del sábado por la noche venían a revolverle la sangre y sentándose en
la mesa dijo:
—Rompimos el sábado.
Todas, como si se tratara de un juego de quedarse
congelado, la miraron con asombro. Luego bajaron la vista, la subieron y al ver
que su amiga no se ponía a llorar desconsoladamente buscaron sentarse a la mesa
para almorzar.
Durante el almuerzo, Anamaría, les contó todo lo
sucedido aquel fatídico sábado.
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