El joven se llamaba Juan José Moncada Bulnes y era
el hijo mayor de una familia de tres. Todas las chicas, cada una sobre una
montura de diferente color parecían fascinadas por lo que el muchacho les iba
contando de la historia del pueblo y de los lugares más pintorescos.
—¿Quieren ir al río? –les había preguntado antes de
salir de la Casona.
Todas dijeron que sí, aunque la voz de Anamaría
pareció misteriosamente estrangulada. Y todas entraron en sus habitaciones por
calzonetas y camisetas para la ocasión.
El joven les contó que él vivía la mayor parte del
tiempo en Tegucigalpa por los estudios, pero trataba de pasar mucho tiempo con
sus padres. Sus demás hermanos sólo venían al Ocotal los fines de semana.
Resultó que era un estudiante de medicina cursando
su sexto año. Y todas quedaron fascinadas por eso. Y aunque todas tenían novio,
excepto Anamaría, claro, quedaron prendadas de él. No se le apartaron en ningún
momento durante el descenso hacia el pueblo. El plan, si querían ir al río era
atravesar El Ocotal por el mismo camino por el cual el día de ayer las cuatro
habían pasado. Y atravesaron el pueblo subidos en sendos caballos. Anamaría se
mantenía lejos de sus amigas y del joven. Sentía que su sola presencia le
causaba problemas en el alma.
Era una sensación muy rara. Siempre que se acercaba
era como si ella estuviera metida en una burbuja y él también y de pronto ambos
estuvieran en la misma burbuja. Metidos en ella. Y que no podían respirar.
Era Katherine quien se apoderó de la plática del
muchacho y parecía no querer alejarse de él. Pero Anamaría, gracias a las
preguntas que le hacía su amiga y las respuestas que le daba él fue
conociéndolo un poco.
Al llegar a la entrada de la hacienda Juan José
detuvo su montura y les dijo mirando hacia el valle y hacia los cerros:
—Toda esta tierra, desde el portón hasta pegar en
el río, y más allá, detrás de aquel cerro, ha pertenecido a mi familia desde
tiempos lejanos. Dice mi padre que su padre se la heredó a él, pero lo mismo
había hecho mi abuelo con él. Y así ha sido desde siempre. Cuando mis padres
mueran, la dividiremos en tres y así se fragmentará un poco, pero así es esto
¿No?
—¿Más o menos desde cuando existe el pueblo?
–preguntó Mercedes sin apartar la vista del valle que tenía enfrente.
—EL pueblo fue fundado en el siglo diecinueve, a
inicios cuando las colonias españolas se estaban retirando del país y
reagrupándose en los lujares más metidos de los cerros. Antes, para llegar
Tegucigalpa, desde aquí, era un día completo, y ahora se hace en veinte
minutos. Eso es parte de la modernidad.
—Sí. ¿Entonces El Ocotal es uno de los primeros
pueblos de estos contornos?
—No, en realidad, El Álamo, el pueblo que queda
detrás de su casa es más antiguo que El Ocotal. Yo no se me sé muchas cosas
acerca del lugar, pero para muchos está maldito.
Continuaron el descenso por la carretera sin entrar
en la propiedad.
La idea, por lo que pudieron notar era seguir
alrededor de la propiedad, que era por donde se desplazaba la calle. La calle,
allí se volvía arenosa y a cada paso los cascos de los caballos levantaban
diminutas piedritas a cada paso. El sol había comenzado a calentar y todas se
pusieron lo que habían traído. Mercedes era la única con un coqueto sobrerito
rosa. Las demás llevaban gorras de distintos colores.
Anamaría, un poco rezagada por las cuestiones que
ya hemos mencionado miraba sólo la espalda de Juan José. Era una espalda ancha
y la camisa que le cubría el torso parecía muy ajustada a sus brazos,
tensándola a casa movimiento. Ella se preguntó que se sentiría palpar aquellos
músculos y de inmediato se ruborizó por la idea. Se sintió un poco sucia al
respecto.
La voz de Juan José era suave, pero firme y parecía
hablar de manera normal, aunque el ruido de los cascos y de la naturaleza
quería llevársela. Eso se imaginó Anamaría.
Cada caballo tenía un nombre distinto, pero ella
solo se había aprendido el del suyo: Cometa. Como el reno de Santa. Y es que
era un caballo de crines largas, y color casi café. Entre el café y el verde
andaba el color. Muy raro. Pero ella iba sobre él y no podía decir lo
contrario. Pero el verdadero color del animal era pajizo. El color de la paja
mojada.
Le acarició el cuello y el caballo pareció
agradecérselo aumentando un poco el paso.
Llegaron, después de unos veinte minutos desde el
portón de la hacienda hasta la orilla del río.
El río, según dijo Juan José, se llamaba Del
Hombre. Vaya nombre para un río, pero así se llamaba y punto.
—Cruza por todos esos cerros –señaló a la izquierda
–y va a caer al río Choluteca muy cerca de la salida de Olancho.
Anamaría que no era muy buena en geografía trató de
imaginarse todos los lugares por donde aquel río pasaba y no pudo. Sólo logró
ver el sucio río Choluteca. En aquel lugar el río era de aguas transparentes y
se podía ver el fondo de arena y piedras y hasta algunos pescaditos nadando de
aquí para allá. En el lugar de la calle, había una especie de rampa de cemento
sobre la cual fluía el agua por todos lados, pero no estaba profunda.
—Anoche llovió –dijo Juan José sin detenerse— y
subió un poco la marera por aquí, pero no lo suficiente como para causar
inundaciones. Abajo –señaló hacia algún lugar hacia donde el agua se iba por
entre un montón de árboles que se agachaban sobre el río como si quisieran
cobijarlo— mi tatarabuelo construyó una represa para llevar el agua al valle y
todavía funciona. Debajo de la represa hay buenas pozas para nadar.
Y hacia allá las llevó por un sendero pequeño. Allí
tuvieron que formar una sola fila india adelante iba Juan José contándoles
algunas cosas acerca de los alrededores. La fila la cerraba Anamaría tratando
de escuchar la voz del hombre que iba hasta el fondo.
La naturaleza allí era del tipo orilla de río:
algunos sauces, matas altas de hierba sin cortar, pequeños arbustos diseminados
aquí y allá. El susurro del río llegaba hasta el grupo induciendo al relax
completo. Sonaba como a una cacerola con aceite hirviendo. Los olores del lugar
eran: raíces, hojas y oxigeno movido por el agua del río. Era un olor a humus y
a verde. La naturaleza en plena orgía.
Llegaron, después de varios minutos a una
construcción antigua. Una presa. Anamaría se quedó con la boca abierta al ver
el tamaño y la estructura de la misma. Si aquella construcción era de inicio
del siglo veinte era una reliquia como pocas. Ojalá Mercedes hubiera traído su
cámara fotográfica para sacar algunas fotografías. Pero no, no la había
cargado.
—Según mi abuelo –contaba Juan José— en la
construcción habían participado más de trescientas personas y había durado dos
meses. Un tiempo record para aquella época. Hasta salió en el periódico de la
época. Vino el presidente de turno y se tomaron fotografías y todo lo que hacen
los políticos.
La represa era de unos doscientos metros de ancho y
una especie de puente cruzaba sobre ella.
Hacia allá enfiló el caballo Juan José y las
jóvenes lo siguieron. Los caballos al subir al cemento parecieron nerviosos,
pero no había por qué. A ambos lados de la especie de puente que no era más que
el muro de la represa, había altos pasamanos de metal. El muro era de dos
metros de ancho por lo cual siempre siguieron en fila hacia el otro lado. Los
cascos de los caballos le recordaron a Anamaría el sonido de la madrugada y
sonrió para sí misma.
La represa, a su derecha tenía el agua acumulada
que luego se escurría por algunas exclusas hacia abajo. Todas miraron con
verdadero miedo hacia abajo hasta donde pudieron.
El agua se despeñaba a gran velocidad yendo a caer,
más de treinta metros abajo y formaba una poza profunda. Desde aquella altura
no se vía más que la poza y un color, después de la espuma, entre azul y verde.
Después el agua continuaba su curso vertiente abajo.
Salieron de la presa y José Juan les señaló por
donde iba la tubería hacia el valle propiedad de su familia.
Bajaron por un camino estrecho hasta llegar, desde
la represa, un par de kilómetros de nuevo hasta el río. Allí, como él les había
dicho había una serie pozas de agua quieta y transparentes.
Él se detuvo, se bajó de su caballo y luego les
indicó que hicieran lo mismo. Dejaron los caballos sueltos para que pastaran
por los alrededores y les indicó donde estaban las mejores pozas para bañar.
Las chicas se metieron detrás de unos matorrales
para ponerse las calzonetas y las camisetas y pronto estuvieron chapoteando en
la poza. José Juan hizo lo propio detrás de otros matorrales y salió con una
discreta calzoneta y una camiseta que tenía una frase: vuela o muere.
Se lanzó desde una roca y todas rieron divertidas.
Anamaría se mantenía un poco lejos de él porque
seguía sintiéndose extraña junto a él sobre todo si la miraba a los ojos.
Pero en algún momento del baño se cansó y decidió
salir a tomar un poco de sol sobre una roca de la orilla. Apenas se había
sentado allí, con las piernas encogidas y dejando que el agua se deslizara por
su cuerpo cuando él vino hacia ella.
—Hola –le dijo.
Esa simple palabra la hizo estremecerse. Sus
miradas volvieron a encontrarse en el breve espacio que los separaba.
—Hola –respondió.
—Siento cómo que te conozco de algún lugar –le dijo
él sin apartar su mirada.
Era tan fácil decirle que a ella también le parecía
conocido, pero en vez de eso dijo:
—Ah. ¿De veras?
—Sí, es como si ya te hubiera visto en otro lugar…
pero es algo raro. No sé. Confuso.
No dijo nada, pero aquellos ojos parecían
acariciarla de alguna manera.
—¿Te llamas Anamaría, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y qué estudias?
—Arquitectura.
—Es una de las carreras más difíciles ¿Verdad?
—Algo, pero a mí me gusta.
—Ah. Ok. Me imagino que eres muy buena con eso de
las maquetas y planos.
—Aún no las hago, las maquetas, pero ya pronto.
—¿Dónde vives?
—En la colonia que queda cerca de la Luis López.
—Detrás de la Nissan. Por allí vive un amigo. Dice
que es un lugar muy tranquilo.
—¿Cómo se llama tú amigo?
—Hernán. Hernán Gutiérrez.
—De la familia Gutiérrez. Ellos viven como a cinco
cuadras de nosotros. Tienen una casa muy hermosa.
—Sí, es muy grande y tienen unos autos antiguos de
miedo.
De miedo. Esa expresión la decía ella hacía mucho
tiempo, cuando tenía la edad de Carla Patricia. Cuando el mundo era más
estable.
De repente estaban hablando de un mundo conocido
por ambos. Así que se les olvidó el baño y se sintieron muy cómodos hablando
como viejos amigos. Fue Mercedes quien interrumpió el momento echándoles encima
un poco de agua:
—¡A bañarse! –les dijo.
***
Estuvieron metidos en el agua hasta las once de la
mañana y luego detrás del mismo matorral para cambiarse con ropa limpia. A las
once y diez minutos ya estaban en camino de regreso.
Anamaría, ahora iba junto a Juan José y platicaban
animadamente. Parecían muy contentos el uno junto al otro y Mercedes le hizo un
guiño a Katherine y los señaló. Katherine levantó el pulgar. Anamaría casi las
mira hacer estos gestos, pero ellas se pusieron a disimular señalando hacia
otro lado.
Cuando iban llegando hacia la entrada de la
propiedad las muchachas pensaban que pasarían de largo, pero Juan José les
indicó que lo siguieran por el portón de la hacienda. Así lo hicieron.
Un día antes, las habían casi echado del lugar y
ahora, los padres de Juan José estaban esperándolas con una especie de banquete
en el comedor.
—¿Qué te dije? –Le dijo Catherine a Carla
guiñándole un ojo— que no teníamos por qué preocuparnos por la comida.
La casa por dentro era más amplia que La Casona,
pero no tenía cuadros ni cortinajes tan gruesos como aquella. Era una casa
modesta con un fogón de fondo y muchas ollas colgadas por todos lados.
—Mi mami –le dijo casi en un susurro José Juan a
Anamaría— es una fanática de las ollas.
—¿Qué dijiste José Juan? –dijo la madre con una
cacerola en la mano.
—Nada mami.
Anamaría se ocultó la boca para no reírse.
El ambiente en general era muy agradable. Y los
olores a comida, antes de que se sentaran a la mesa, ya les habían revuelto el
estómago de hambre a todas.
—Bueno —dijo el padre de José Juan— a comer.
Se sentaron de inmediato y comenzaron a comer y a
hablar. Anamaría se sentó junto a José y de vez en cuando lo percibía de esa
manera casi eléctrica que había estado sintiendo desde que lo conocía. ¿Pero
desde cuándo lo conocía?
—Ustedes están en la vieja Casona, ¿verdad?
–preguntó el padre que se llamaba Inocencia Moncada y tenía cuarenta y cinco
años.
—Sí, así es –dijo Katherine.
—Mmm. ¿Y no les da miedo?
Las muchachas se miraron.
—No –respondió la misma Katherine— ¿Por qué
tendríamos miedo?
Y por segunda, o por tercera vez si se tenían en
cuenta las palabras de aquel niño, alguien más parecía advertirles lo mismo.
—Se cuentan muchas cosas de esa casa –dijo José
Juan tomando el cuenco con la ensalada de papas—. Cosas raras.
—La historia de la casa es un poco triste –dijo la
madre que se llamaba Lidia Esther Bulnes y tenía cuarenta y tres años —.
Pensamos que la iban a derrumbar o algo parecido después de los últimos
acontecimientos.
—Tengo entendido –dijo Anamaría—, que es una
herencia que le dejó mi tatarabuelo a papá.
—¿Cuál es su apellido, jovencita? –preguntó don
Inocencio.
—Soy de la familia Landa Wélchez.
—Sí, de la familia Landa –dijo el hombre con la voz
un poco baja—. Ya casi no quedan por estos lados. Y es curioso porque
prácticamente fueron los fundadores de la mayoría de pueblos de los
alrededores.
—No conozco mucho la historia de mi familia –dijo
con sinceridad Anamaría— pero creo que voy a comenzar a indagar al respecto.
—Quien te puede contar muchas cosas de tu familia
es doña Petrona Maradiaga –añadió la madre de José Juan—. Es quien conoció de
primera mano la versión de la historia más triste de estos alrededores.
Anamaría se prometió averiguar dicha historia. Ya
le había nacido la curiosidad y tendría que buscar respuestas al respecto. Su
padre apenas hablaba de los abuelos por parte suya, y nunca se le había
ocurrido preguntarle por él. Pero por lo visto había alguna tela que cortar al
respecto.
Terminaron de almorzar y luego, como si se hubiera
coordinado, Anamaría y José Juan salieron al patio trasero.
—¿Qué te parecen mis padres? –preguntó él.
—Simpáticos.
—Pero ayer casi las echan los perros.
—Bueno, eso sí –sonrió.
—Pasan la mayor parte del tiempo solos… bueno, no
solos porque están los peones, pero la mayoría de nosotros, sus hijos, estamos
más en Tegucigalpa que aquí. Desconfían de todos y a veces son un poco bruscos.
Pero en el fondo son buenas personas.
—Sí. Se nota.
—¿Quieres caminar un poco para bajar la comida?
–pregunta él.
—Sí –dice ella sin mucho control sobre sus
decisiones.
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