miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 8





El joven se llamaba Juan José Moncada Bulnes y era el hijo mayor de una familia de tres. Todas las chicas, cada una sobre una montura de diferente color parecían fascinadas por lo que el muchacho les iba contando de la historia del pueblo y de los lugares más pintorescos.
—¿Quieren ir al río? –les había preguntado antes de salir de la Casona.
Todas dijeron que sí, aunque la voz de Anamaría pareció misteriosamente estrangulada. Y todas entraron en sus habitaciones por calzonetas y camisetas para la ocasión.
El joven les contó que él vivía la mayor parte del tiempo en Tegucigalpa por los estudios, pero trataba de pasar mucho tiempo con sus padres. Sus demás hermanos sólo venían al Ocotal los fines de semana.
Resultó que era un estudiante de medicina cursando su sexto año. Y todas quedaron fascinadas por eso. Y aunque todas tenían novio, excepto Anamaría, claro, quedaron prendadas de él. No se le apartaron en ningún momento durante el descenso hacia el pueblo. El plan, si querían ir al río era atravesar El Ocotal por el mismo camino por el cual el día de ayer las cuatro habían pasado. Y atravesaron el pueblo subidos en sendos caballos. Anamaría se mantenía lejos de sus amigas y del joven. Sentía que su sola presencia le causaba problemas en el alma.
Era una sensación muy rara. Siempre que se acercaba era como si ella estuviera metida en una burbuja y él también y de pronto ambos estuvieran en la misma burbuja. Metidos en ella. Y que no podían respirar.
Era Katherine quien se apoderó de la plática del muchacho y parecía no querer alejarse de él. Pero Anamaría, gracias a las preguntas que le hacía su amiga y las respuestas que le daba él fue conociéndolo un poco.
Al llegar a la entrada de la hacienda Juan José detuvo su montura y les dijo mirando hacia el valle y hacia los cerros:
—Toda esta tierra, desde el portón hasta pegar en el río, y más allá, detrás de aquel cerro, ha pertenecido a mi familia desde tiempos lejanos. Dice mi padre que su padre se la heredó a él, pero lo mismo había hecho mi abuelo con él. Y así ha sido desde siempre. Cuando mis padres mueran, la dividiremos en tres y así se fragmentará un poco, pero así es esto ¿No?
—¿Más o menos desde cuando existe el pueblo? –preguntó Mercedes sin apartar la vista del valle que tenía enfrente.
—EL pueblo fue fundado en el siglo diecinueve, a inicios cuando las colonias españolas se estaban retirando del país y reagrupándose en los lujares más metidos de los cerros. Antes, para llegar Tegucigalpa, desde aquí, era un día completo, y ahora se hace en veinte minutos. Eso es parte de la modernidad.
—Sí. ¿Entonces El Ocotal es uno de los primeros pueblos de estos contornos?
—No, en realidad, El Álamo, el pueblo que queda detrás de su casa es más antiguo que El Ocotal. Yo no se me sé muchas cosas acerca del lugar, pero para muchos está maldito.
Continuaron el descenso por la carretera sin entrar en la propiedad.
La idea, por lo que pudieron notar era seguir alrededor de la propiedad, que era por donde se desplazaba la calle. La calle, allí se volvía arenosa y a cada paso los cascos de los caballos levantaban diminutas piedritas a cada paso. El sol había comenzado a calentar y todas se pusieron lo que habían traído. Mercedes era la única con un coqueto sobrerito rosa. Las demás llevaban gorras de distintos colores.
Anamaría, un poco rezagada por las cuestiones que ya hemos mencionado miraba sólo la espalda de Juan José. Era una espalda ancha y la camisa que le cubría el torso parecía muy ajustada a sus brazos, tensándola a casa movimiento. Ella se preguntó que se sentiría palpar aquellos músculos y de inmediato se ruborizó por la idea. Se sintió un poco sucia al respecto.
La voz de Juan José era suave, pero firme y parecía hablar de manera normal, aunque el ruido de los cascos y de la naturaleza quería llevársela. Eso se imaginó Anamaría.
Cada caballo tenía un nombre distinto, pero ella solo se había aprendido el del suyo: Cometa. Como el reno de Santa. Y es que era un caballo de crines largas, y color casi café. Entre el café y el verde andaba el color. Muy raro. Pero ella iba sobre él y no podía decir lo contrario. Pero el verdadero color del animal era pajizo. El color de la paja mojada.
Le acarició el cuello y el caballo pareció agradecérselo aumentando un poco el paso.
Llegaron, después de unos veinte minutos desde el portón de la hacienda hasta la orilla del río.
El río, según dijo Juan José, se llamaba Del Hombre. Vaya nombre para un río, pero así se llamaba y punto.
—Cruza por todos esos cerros –señaló a la izquierda –y va a caer al río Choluteca muy cerca de la salida de Olancho.
Anamaría que no era muy buena en geografía trató de imaginarse todos los lugares por donde aquel río pasaba y no pudo. Sólo logró ver el sucio río Choluteca. En aquel lugar el río era de aguas transparentes y se podía ver el fondo de arena y piedras y hasta algunos pescaditos nadando de aquí para allá. En el lugar de la calle, había una especie de rampa de cemento sobre la cual fluía el agua por todos lados, pero no estaba profunda.
—Anoche llovió –dijo Juan José sin detenerse— y subió un poco la marera por aquí, pero no lo suficiente como para causar inundaciones. Abajo –señaló hacia algún lugar hacia donde el agua se iba por entre un montón de árboles que se agachaban sobre el río como si quisieran cobijarlo— mi tatarabuelo construyó una represa para llevar el agua al valle y todavía funciona. Debajo de la represa hay buenas pozas para nadar.
Y hacia allá las llevó por un sendero pequeño. Allí tuvieron que formar una sola fila india adelante iba Juan José contándoles algunas cosas acerca de los alrededores. La fila la cerraba Anamaría tratando de escuchar la voz del hombre que iba hasta el fondo.
La naturaleza allí era del tipo orilla de río: algunos sauces, matas altas de hierba sin cortar, pequeños arbustos diseminados aquí y allá. El susurro del río llegaba hasta el grupo induciendo al relax completo. Sonaba como a una cacerola con aceite hirviendo. Los olores del lugar eran: raíces, hojas y oxigeno movido por el agua del río. Era un olor a humus y a verde. La naturaleza en plena orgía.
Llegaron, después de varios minutos a una construcción antigua. Una presa. Anamaría se quedó con la boca abierta al ver el tamaño y la estructura de la misma. Si aquella construcción era de inicio del siglo veinte era una reliquia como pocas. Ojalá Mercedes hubiera traído su cámara fotográfica para sacar algunas fotografías. Pero no, no la había cargado.
—Según mi abuelo –contaba Juan José— en la construcción habían participado más de trescientas personas y había durado dos meses. Un tiempo record para aquella época. Hasta salió en el periódico de la época. Vino el presidente de turno y se tomaron fotografías y todo lo que hacen los políticos.
La represa era de unos doscientos metros de ancho y una especie de puente cruzaba sobre ella.
Hacia allá enfiló el caballo Juan José y las jóvenes lo siguieron. Los caballos al subir al cemento parecieron nerviosos, pero no había por qué. A ambos lados de la especie de puente que no era más que el muro de la represa, había altos pasamanos de metal. El muro era de dos metros de ancho por lo cual siempre siguieron en fila hacia el otro lado. Los cascos de los caballos le recordaron a Anamaría el sonido de la madrugada y sonrió para sí misma.
La represa, a su derecha tenía el agua acumulada que luego se escurría por algunas exclusas hacia abajo. Todas miraron con verdadero miedo hacia abajo hasta donde pudieron.
El agua se despeñaba a gran velocidad yendo a caer, más de treinta metros abajo y formaba una poza profunda. Desde aquella altura no se vía más que la poza y un color, después de la espuma, entre azul y verde. Después el agua continuaba su curso vertiente abajo.
Salieron de la presa y José Juan les señaló por donde iba la tubería hacia el valle propiedad de su familia.
Bajaron por un camino estrecho hasta llegar, desde la represa, un par de kilómetros de nuevo hasta el río. Allí, como él les había dicho había una serie pozas de agua quieta y transparentes.
Él se detuvo, se bajó de su caballo y luego les indicó que hicieran lo mismo. Dejaron los caballos sueltos para que pastaran por los alrededores y les indicó donde estaban las mejores pozas para bañar.
Las chicas se metieron detrás de unos matorrales para ponerse las calzonetas y las camisetas y pronto estuvieron chapoteando en la poza. José Juan hizo lo propio detrás de otros matorrales y salió con una discreta calzoneta y una camiseta que tenía una frase: vuela o muere.
Se lanzó desde una roca y todas rieron divertidas.
Anamaría se mantenía un poco lejos de él porque seguía sintiéndose extraña junto a él sobre todo si la miraba a los ojos.
Pero en algún momento del baño se cansó y decidió salir a tomar un poco de sol sobre una roca de la orilla. Apenas se había sentado allí, con las piernas encogidas y dejando que el agua se deslizara por su cuerpo cuando él vino hacia ella.
—Hola –le dijo.
Esa simple palabra la hizo estremecerse. Sus miradas volvieron a encontrarse en el breve espacio que los separaba.
—Hola –respondió.
—Siento cómo que te conozco de algún lugar –le dijo él sin apartar su mirada.
Era tan fácil decirle que a ella también le parecía conocido, pero en vez de eso dijo:
—Ah. ¿De veras?
—Sí, es como si ya te hubiera visto en otro lugar… pero es algo raro. No sé. Confuso.
No dijo nada, pero aquellos ojos parecían acariciarla de alguna manera.
—¿Te llamas Anamaría, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y qué estudias?
—Arquitectura.
—Es una de las carreras más difíciles ¿Verdad?
—Algo, pero a mí me gusta.
—Ah. Ok. Me imagino que eres muy buena con eso de las maquetas y planos.
—Aún no las hago, las maquetas, pero ya pronto.
—¿Dónde vives?
—En la colonia que queda cerca de la Luis López.
—Detrás de la Nissan. Por allí vive un amigo. Dice que es un lugar muy tranquilo.
—¿Cómo se llama tú amigo?
—Hernán. Hernán Gutiérrez.
—De la familia Gutiérrez. Ellos viven como a cinco cuadras de nosotros. Tienen una casa muy hermosa.
—Sí, es muy grande y tienen unos autos antiguos de miedo.
De miedo. Esa expresión la decía ella hacía mucho tiempo, cuando tenía la edad de Carla Patricia. Cuando el mundo era más estable.
De repente estaban hablando de un mundo conocido por ambos. Así que se les olvidó el baño y se sintieron muy cómodos hablando como viejos amigos. Fue Mercedes quien interrumpió el momento echándoles encima un poco de agua:
—¡A bañarse! –les dijo.

***

Estuvieron metidos en el agua hasta las once de la mañana y luego detrás del mismo matorral para cambiarse con ropa limpia. A las once y diez minutos ya estaban en camino de regreso.
Anamaría, ahora iba junto a Juan José y platicaban animadamente. Parecían muy contentos el uno junto al otro y Mercedes le hizo un guiño a Katherine y los señaló. Katherine levantó el pulgar. Anamaría casi las mira hacer estos gestos, pero ellas se pusieron a disimular señalando hacia otro lado.
Cuando iban llegando hacia la entrada de la propiedad las muchachas pensaban que pasarían de largo, pero Juan José les indicó que lo siguieran por el portón de la hacienda. Así lo hicieron.
Un día antes, las habían casi echado del lugar y ahora, los padres de Juan José estaban esperándolas con una especie de banquete en el comedor. 
—¿Qué te dije? –Le dijo Catherine a Carla guiñándole un ojo— que no teníamos por qué preocuparnos por la comida.
La casa por dentro era más amplia que La Casona, pero no tenía cuadros ni cortinajes tan gruesos como aquella. Era una casa modesta con un fogón de fondo y muchas ollas colgadas por todos lados.
—Mi mami –le dijo casi en un susurro José Juan a Anamaría— es una fanática de las ollas.
—¿Qué dijiste José Juan? –dijo la madre con una cacerola en la mano.
—Nada mami.
Anamaría se ocultó la boca para no reírse.
El ambiente en general era muy agradable. Y los olores a comida, antes de que se sentaran a la mesa, ya les habían revuelto el estómago de hambre a todas.
—Bueno —dijo el padre de José Juan— a comer.
Se sentaron de inmediato y comenzaron a comer y a hablar. Anamaría se sentó junto a José y de vez en cuando lo percibía de esa manera casi eléctrica que había estado sintiendo desde que lo conocía. ¿Pero desde cuándo lo conocía?
—Ustedes están en la vieja Casona, ¿verdad? –preguntó el padre que se llamaba Inocencia Moncada y tenía cuarenta y cinco años.
—Sí, así es –dijo Katherine.
—Mmm. ¿Y no les da miedo?
Las muchachas se miraron.
—No –respondió la misma Katherine— ¿Por qué tendríamos miedo?
Y por segunda, o por tercera vez si se tenían en cuenta las palabras de aquel niño, alguien más parecía advertirles lo mismo.
—Se cuentan muchas cosas de esa casa –dijo José Juan tomando el cuenco con la ensalada de papas—. Cosas raras.
—La historia de la casa es un poco triste –dijo la madre que se llamaba Lidia Esther Bulnes y tenía cuarenta y tres años —. Pensamos que la iban a derrumbar o algo parecido después de los últimos acontecimientos.
—Tengo entendido –dijo Anamaría—, que es una herencia que le dejó mi tatarabuelo a papá.
—¿Cuál es su apellido, jovencita? –preguntó don Inocencio.
—Soy de la familia Landa Wélchez.
—Sí, de la familia Landa –dijo el hombre con la voz un poco baja—. Ya casi no quedan por estos lados. Y es curioso porque prácticamente fueron los fundadores de la mayoría de pueblos de los alrededores.
—No conozco mucho la historia de mi familia –dijo con sinceridad Anamaría— pero creo que voy a comenzar a indagar al respecto.
—Quien te puede contar muchas cosas de tu familia es doña Petrona Maradiaga –añadió la madre de José Juan—. Es quien conoció de primera mano la versión de la historia más triste de estos alrededores.
Anamaría se prometió averiguar dicha historia. Ya le había nacido la curiosidad y tendría que buscar respuestas al respecto. Su padre apenas hablaba de los abuelos por parte suya, y nunca se le había ocurrido preguntarle por él. Pero por lo visto había alguna tela que cortar al respecto.
Terminaron de almorzar y luego, como si se hubiera coordinado, Anamaría y José Juan salieron al patio trasero.
—¿Qué te parecen mis padres? –preguntó él.
—Simpáticos.
—Pero ayer casi las echan los perros.
—Bueno, eso sí –sonrió.
—Pasan la mayor parte del tiempo solos… bueno, no solos porque están los peones, pero la mayoría de nosotros, sus hijos, estamos más en Tegucigalpa que aquí. Desconfían de todos y a veces son un poco bruscos. Pero en el fondo son buenas personas.
—Sí. Se nota.
—¿Quieres caminar un poco para bajar la comida? –pregunta él.
—Sí –dice ella sin mucho control sobre sus decisiones.

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