miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 1

Para Anamaría L. W. 
Todos vamos para allá, amiga
—jnpd




1990
—¡No quiero verte nunca más! ¡Vete!
Esas palabras lapidarias salieron de sus labios y no sabía si eran definitivas o no.
Su amor de siempre, de toda la vida que llevaba ya vivida hasta ahora, se había ido.
Pero, cuanto amor se puede dar de los once a los dieciocho años: mucho.
El amor juvenil es el más incendiario, pero también el más voluble. Con cualquier chispa se enciende, pero con cualquier tormenta se apaga. Y las tormentas en esa época son muy comunes. Porque se está aprendiendo a vivir. Y cuando se aprende a vivir es como aprender a caminar. Uno se cae, llora y se levanta. Se cae, se llora y se levanta. Porque la vida es seguir adelante.
Para Anamaría el mundo parecía haberse puesto en su contra. Aquella mañana de agosto. Las siete, y nueve minutos. Tirada en la cama. Mirando desde la ventana de su dormitorio en el segundo piso de su casa sentía por dentro que lo mejor era estar muerta. O por lo menos inconsciente para no sentir.
¿Había dicho aquellas palabras en realidad? Todo había sucedido tan rápido que le parecía la parte de un sueño muy malo.
La mañana de aquel cinco de agosto parecía muy triste, aunque el sol ya hubiera comenzado a bañarlo todo de oro y fuego. Desde su ventana, Anamaría, y acostada así con las manos sobre la mejilla derecha y las manos sobre la almohada, parecía, al menos en su espíritu, un ser humano desvalido. Nada más lejos de la realidad. Anamaría, desde pequeña, había sido una mujer muy fuerte y rápidamente, cuando caía en tristezas, buscaba la forma de salir de ellas. Y entre sus amigas de colegio, el cual le parecía ahora tan lejano, ella era el centro y movimiento.
Pero ahora, se sentía demasiado débil como para sonreír o tratar de animarse. El simple recuerdo de la noche anterior, la escena, las palabras, todo eso persistía en su interior y parecía a punto de hacerla colapsar.
Trató de volver a dormir, pero ya no pudo. Así que haciendo un gran esfuerzo se levantó, fue al baño y se asomó al balcón de su casa. Era domingo y parecía un día muy prometedor para quien tuviera algo pendiente. Ella, nada. Quizás días atrás, sí. Ahora no. Apoyó la barbilla sobre la palma abierta de la mano derecha y observó.
El balcón de su habitación estaba hacia la cara norte de la casa y desde allí, pasando sobre los árboles de mango y naranjas que sus padres insistían en dejar crecer a lo loco, se podía ver el techo de la otra casa que quedaba justo cruzando la calle. Árboles y más árboles se extendían en todas las propiedades. Porque, aunque estuvieran en plena ciudad, la mayoría de residencias no dejaban de tener más de lo necesario. Y más de lo necesario significaba una cuadra completa.
Sus padres eran ricos y no recordaba haber pasado, hasta el momento, ninguna penuria económica. Lo tenía todo, si era capaz de aceptarlo, pero le faltaba amor. El recuerdo de Charles y el amor capaz de hacerla reír la había traicionado. Y podría tener todo el dinero del mundo, pero sin amor ella no podría vivir.
Se quitó del balcón y entró de nuevo a su habitación. Se detuvo unos segundos en la puerta corrediza, estaba descalza y en pijama y se sentía muy miserable. Su habitación era grande, pero en aquel momento sentía como si las paredes se hubieran encogido y la oprimieran. Sus ojos claros se posaron en algunos objetos diseminados por toda su habitación. Y lo más curioso era que todos le recordaban a Charles Antonio.
Si miraba hacia las almohadas, de inmediato acudía el pasado a traerle las imágenes aquellas donde el muchacho le había traído una sopa en el tiempo de la gripe y con ternura, besado la frente. Volviéndose hacia el armario, veía alguna prenda de regalo salida de su bondad. Arriba del estante de los libros un peluche, un corazón y más tonterías. Sobre la pared, un poster que ambos habían comprado en aquella feria de pueblo. La muñeca de trapo tirada sobre el baúl del pie de la cama. Todo, todo le recordaba a Charles.
Y sin poder evitarlo volvió a tirarse sobre la cama a llorar recordando el motivo por el cual ella estaba así.

***
El cinco de agosto, día sábado, Anamaría y su novio, Charles Antonio Frías, habían llegado a la fiesta que desde hacía varios años ofrecía el club de golf a los socios más selectos y ambas familias: los Landa y los Frías, eran de los más exclusivos. Llegaron, después de las ocho de la noche, él había pasado por ella y le había dicho que estaba lindísima en aquel vestido negro poblado de luces brillantes, de escote amplio y espalda abierta. Ella se había sentido muy halagada al respecto.
La fiesta se llevó a cabo en el enorme y lujoso salón del club el cual estaba ubicado en un costado del enorme campo de golf, casi oculto por los altos árboles de caoba y cedro sembrados por todo el lugar. El club era exclusivo, pero a veces se colaban personas ajenas a él, como aquella noche.
En la alta sociedad en la cual ella se movía, todos se conocían, y eso era igual en el club. Y cuando alguien extraño a ella se colaba, inmediatamente lo notaban.
Llevaban apenas diez minutos en el local, rodeados de lujos, bebidas, bocadillos y música suave cuando vio entrar a las tres mujeres. Era imposible que nadie, de los allí presentes, no las vieran. Vestían como rameras. O bueno, eso fue lo que pareció a ella. Pero por lo visto, para los hombres no fue así, porque de inmediato fueron el foco de atención de todos los machos reunidos allí. Entre ellos, Richard.
Algo le decía, mientras cenaba junto a su novio, que aquello no podría terminar bien.
Y así fue.
A eso de las diez de la noche, cuando el ambiente comenzaba a ponerse bueno con la música más movida y todas las parejas en la pista, comenzó a caer una suave brisa. Las parejas que estaban en el exterior del local entraron y pusieron más caliente la cosa en el sentido que hasta el ambiente pareció caldearse. Y entre aquel grupo, estaban las tres mujeres vestidas tan poco prudente.
Según Anamaría, y sabía que muchos compartían esa misma idea, hay sitios para usar distintos tipos de prendas y aquella no era la adecuada para tal sitio y evento, pero a ellas no parecía importarles en lo más mínimo la opinión de quien fuera. Bueno, trató de olvidar como andaban vestidas aquellas mujeres y siguió bailando con Charles. Pero a él lo sentía muy inquieto.
—¿Sucede algo? –le había preguntado.
—No, nada. ¿Por qué lo preguntas?
—Te noto algo inquieto.
—No tengo por qué.
Pero sí había porque y ella lo comprobó minutos más tarde cuando a raíz de un pequeño receso ambos se sentaron en la mesa asignada a esperar otra pieza para bailar. Debió de imaginarlo desde el principio. Él le dijo que iba al baño, se levantó y se fue. Ella esperó.
La espera se volvió demasiado larga, más de veinte minutos. Suficiente tiempo hasta para hacer del cuatro si se quería, así que se levantó de la silla y fue en su busca. Buscó cerca de los sanitarios los cuales extrañamente estaban vacíos, esperó. Bien entrar a un hombre y luego salir a otro y al mismo que había entrado y entonces sospechó algo. Esa intuición femenina que es como rayo en medio de la oscuridad.
Salió de los baños por la parte trasera. La puerta daba a un sendero que llevaba hacia el bosque de cedros y caoba. Y parecía desierto sobre todo porque ahora estaba cayendo la suave brisa. Por los canalones del techo caían las gruesas gotas de lluvia que al agruparse venían a formar aquellos goterones.
Y ya iba a darse la vuelta y volver al salón cuando vio a una pareja, en una esquina del edificio, resguardados de la lluvia, visiblemente excitados y manoseándose efusivamente unos cuantos metros más allá. La mujer, era una de aquellas de corta minifalda y pintura indecente, una de las coladas en la fiesta. Fue a quien vio primero y luego el color casi amarillo del pelo de Charles lo delató.
Sintió, en ese momento que el corazón se le detenía y el rostro se le llenaba de una especie de calambre helado. Los ojos, de inmediato se le agudizaron y sin pensarlo dos veces se acercó a ellos quienes ni se enteraron de su cercanía.
—¡Charles! –le dijo ella.
Y por fin se apartaron. Él, porque la mujer seguía aferrada a su cuello.
El rostro de Charles era blanco debido a su descendencia europea, pero en aquel momento parecía del color de las páginas blancas. Se quedó mudo y obligó, con ambas manos, a separar de su cuello las de la mujer que le abrazaba.
Anamaría se dio la vuelta y temiendo un desmayo allí mismo intentó regresar al interior del salón.
Richard Frías, la detuvo de una mano y la obligó a darse la vuelta. Y si dieran una moneda, aunque fuera de un centavo, cada vez que un hombre dice lo que él dijo, sería millonario:
—Espera, Ana… yo, deja que te explique. No es lo que parece. No es lo que tú crees.
Las tres excusas en una oración.
Anamaría se había detenido un par de segundo para escuchar esto y después le había dicho que se fuera, no quería verlo nunca más.
Y ella, con el rostro bañado en llanto, con cólera y nerviosismo. Con ganas de destrozar el rostro de alguien en especial, dio la vuelta al edificio para que no la vieran así y fue por un taxi a la entrada del club.
Llegó a su casa mojada y enfadada. Las lágrimas más amargas vinieron después al recordar toda la escena.
“Qué estúpida soy” se dijo.
Al entrar a su habitación, de inmediato, y como si alguien le hubiera apartado la venda comenzó a recordar un montón de ocasiones en las cuales su novio se dispensaba de no poder acudir, de no poder esto o aquello. Y recordó, también, sus exigencias sexuales cuando ella estaba muy clara, y creía que él también, no lo tendría sino hasta el matrimonio.
Aún con el vestido puesto se había echado a llorar como una doncella en una novela romántica sintiendo que se iba a morir.
Y no era para menos. Se habían hecho novios, si así se le podía llamar, cuando ella aún estaba en quinto grado, en la escuela y tenía diez años. De eso hacía más de siete años.
Cuando lo había conocido, paradójicamente, había sido en una fiesta. Pero en una fiesta de cumpleaños en casa de una de sus mejores amigas. El flechazo, como se dice en el argot romántico, fue inmediato. Resultó que él ya estaba comenzando el colegio y por lo tanto le resultó a ella muy maduro, y muy atractivo. A sus padres, cuando se lo presentó, les había parecido un buen muchacho.
Un buen muchacho, así había dicho su madre.

***
No logró dormirse, pero por lo menos, recordar todo aquello, le ayudó a aceptar mejor el trago amargo. Ella siempre había sido una mujer fuerte, y la que siempre estaba aconsejando a sus descarriadas y locas amigas. No podía ser la excepción ahora.
Se levantó casi las ocho de la mañana. Esa era una ventaja, su madre sabía que por lo de la fiesta había llegado muy tarde y no la molestaba con aquello de la levantada. Además, era domingo. Un día para quedarse en casa. Su padre y su madre, seguramente ya se habían marchado a misa.
Se metió en la ducha y mientras el agua caía sobre su piel desnuda dejó que los pensamientos, las ideas y las decisiones siguieran su curso.
Ella era aún muy joven. Dieciocho años son un tiempo muy breve para la cuestión amorosa. ¿Si dolía? Claro que dolía. En la mente, en el cerebro todo se crea un universo de sueños con respecto a la pareja o a la vida conyugal. Sueños que por lo general sólo son eso: sueños.
Tenía varios pretendientes. Pretendientes de los cuales ninguno le interesaba, pero aún faltaba mucho para terminar la carrera y en ese tiempo alguien, verdaderamente especial podía llegar. Aún no había miedo en su corazón por quedar sola. Para poder olvidar a Charles tendría que hacer algo diferente a estar metida en la casa o estar esperando a que él la invitara a este o aquel lugar. Tendría que hacer algo por su cuenta.
Terminó de bañarse, se puso unos vaqueros, zapatillas blancas y una blusa sin mangas.
Bajó a buscar algo de comer y descubrió a su hermana Carla mirando televisión tirada cuan larga era en el sillón de la sala.
—¿Qué hay? –le preguntó su hermana.
—Aquí. ¿Y papá y mamá?
—En misa. Se llevaron arrastrado para sacarle los demonios a Miguel.
Miguel Arturo era el hermano mayor.
—Y Ángela está durmiendo hasta que el infierno se enfríe, me dijo.
Ángela María era la que le seguía a Anamaría en orden de nacimiento por lo que tenía dieciséis años. Estaba en último año de bachillerato y le gustaba dormir hasta muy tarde los domingos. Según ella su único día libre del torturante mundo académico.
—¿Puedes llevarme a casa de Teresa? –preguntó Carla enderezándose en el mueble.
Anamaría abrió la puerta de la refrigeradora, sacó un bote con leche y luego la cerró colocando el objeto sobre la mesa. Buscó una caja de hojuelas en la alacena y luego se sirvió en una taza alta. Para entonces, su hermana menor ya estaba junto a ella mirándola con ojitos de perrito recién comprado.
—¿Puedes?
—Déjame pensar un poco…
Y sin decirle nada se puso a comer lentamente el cereal. De vez en cuando miraba a su hermana que esperaba con ansiedad.
—¿Y qué vas a hacer a casa de las Medina?
—Vamos a ver una película.
—¿Le dijiste a mamá?
—Sí y no.
—¿Cómo es eso?
—Le dije que iba a casa de Teresa, pero no que a ver una película.
—¿Y de qué es la película?
—De terror.
—Bueno pues. Ya sabes que no puedes dormir cuando miras esas cosas. Después estás con miedo toda la noche.
—Dice Teresa que para vencer el miedo hay que exponerse a él. Como hacían lo griegos en la antigüedad.
—¿Y si Teresa te dice que te tires de un puente lo haces?
—No, pero quiero ver la película. Además –frunció el ceño—, sólo te estoy pidiendo que me lleves a su casa no que mires la película conmigo.
—El problema, hermanita, es que cuando te da el miedo a mi habitación es a dónde vas a dar, temblando y solicitando asilo.
Carla Patricia sonrió porque eso era muy cierto.
Al final, y media hora después, Anamaría conducía su pequeño Jeep hacia la casa de la familia Medina. Mientras avanzaba hacia allá pensaba en alguna posibilidad de alejarse un poco de casa para sentirse mejor. Estaba en el receso académico de la universidad y tiempo era lo que más le sobraba, por lo menos una semana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario